Hace pocos días, Colombia finalizó el proceso de adhesión a la OCDE. Esto puede ser considerado un logro en dos sentidos. Primero, puesto que muestra un avance del país en términos de la percepción internacional: ya Colombia parece estar abandonando su rol de país problema para insertarse en otras lógicas de acción internacional.
Segundo, es un logro específico para la administración saliente de Juan Manuel Santos, que se impuso como meta esta adhesión, y la logró.
Más allá de lo anterior, no tendría que esperarse mucho. No obstante, como es recurrente en el país, la discusión ha girado en torno a hipotéticos, la mayoría asentados en el desconocimiento de lo que hace esta organización, sus alcances y, por lo tanto, lo que se puede esperar de ella.
Algunos piensan que esto traerá muchos problemas para el país. En general, en este grupo están los enemigos de cualquier intento de integración, apertura o acuerdo comercial. Pero están confundidos: parecen creer que la OCDE funciona como un proceso de integración y no es así. Otra cosa es que les moleste cualquier participación en el ámbito internacional y eso sí sería esperar demasiado. Ningún país puede – ni debe – aislarse.
Una última posibilidad es que los críticos consideren que Colombia debe privilegiar las relaciones con países en igual nivel de desarrollo. Esta es la aproximación de los años 70 y 80 que veía en la integración entre iguales (entre latinoamericanos, por ejemplo) un ideal.
La experiencia demuestra que esto no es cierto: Colombia forma parte de diversos procesos de integración latinoamericanos y no por ello tuvo un mejor desempeño cuando solo pertenecía a ellos. De igual manera, pertenece a escenarios políticos (NOAL, Celac, Unasur) que solo generan cargas y ningún beneficio, en ningún frente.
Al final, esta postura parece que confunde desarrollo y cooperación con tener relaciones conflictivas con los países desarrollados. Esa puede ser una estrategia legítima de política exterior, pero no va a ser efectiva para otros fines fuera de un falso orgullo nacional (que al final, ¿para qué sirve?) y/o del ego de algunos gobernantes.
Al otro extremo están los optimistas ingenuos. En esta ocasión, representados por el gobierno nacional y algunos gremios (la expresión máxima del capitalismo de amigotes). Es comprensible que el gobierno quiera mostrar los que considera sus logros y que, por esa vía, exagere un poco en los beneficios. Pero parece mucho llegar a decir que, gracias a la OCDE, va a aumentar la inversión extranjera.
Si bien, como han demostrado autores como Dani Rodrik, la reputación es un atributo que puede tener impactos positivos en la atracción de inversión, y ésta seguramente se ve mejorada con el ingreso del país a la OCDE, los inversionistas no solo tienen en cuenta esos aspectos.
Colombia sigue teniendo una muy mala ubicación en asuntos clave para los inversionistas. De un lado, en el ranquin Doing Business, queda muy mal en tres dimensiones: pago de impuestos (142 de 190), comercio transfronterizo (125 de 190) y, el peor de todos, cumplimiento de contratos (177 de 190).
El gobierno no puede esperar que, por ingresar a la OCDE, estos problemas medibles y observables desaparezcan como por arte de magia. Del otro, en el informe ( p. 92) de competitividad global del Foro Económico Mundial, la encuesta a empresarios e inversionistas muestra que los principales problemas por ellos observados son, en primer lugar, la corrupción, seguida por las tasas tributarias .
Así, más allá de un par de declaraciones optimistas, los efectos de la OCDE no necesariamente se van a ver por esta vía y decirlo, señores del gobierno, no es sino un engaño. A menos que tampoco ellos comprendan bien qué significa pertenecer a esa organización.
No obstante, no hay justificación para no saberlo. En todos los medios se ha explicado que la organización funciona como un espacio para compartir buenas prácticas entre países (es decir, políticas públicas exitosas), proveer información, y buscar soluciones conjuntas a problemas considerados conjuntos.
Tanto los críticos como los optimistas, sin tener que ir más allá, tendrían mucho para decir de esta limitada expectativa. Los optimistas pueden señalar que el país está ad portas no solo de ser evaluado constantemente en su forma de hacer las cosas, sino que también lo hará con información de primera mano de lo que ha funcionado en otras latitudes. No hay que inventarse el agua tibia si ya lo han hecho otros y si nos permiten aprender de ellos.
No obstante, los críticos podrían señalar dos advertencias. De un lado, las que allí se discuten pueden ser las mejores prácticas, pero esto puede malinterpretarse como que son las mejores posibles. Y esto no necesariamente es cierto.
El problema es que en caso de que así se considere, esto puede afectar la experimentación con políticas públicas y, a la larga, privilegiar una tendencia a la uniformidad en el abordaje de problemas sociales que puede condenar a las personas a soluciones sub-óptimas o paliativas.
De hecho, este es un defecto de todos los escenarios de gobernanza global: el afán por la estandarización, en desmedro de la diferencia y de la experimentación.
Por otro lado, el que esas buenas prácticas sean reconocidas por países desarrollados puede confundir las cosas. Primero, se puede considerar que esas políticas son la causa del desarrollo, algo que muchas veces no es así. Segundo, puede legitimar malas decisiones en el contexto colombiano porque “así se hacen las cosas en los países desarrollados”. No obstante, esta máxima no demuestra que sean las adecuadas.
Pueden ser sub-óptimos que adoptan las sociedades desarrolladas que, por más desarrolladas, también toman malas decisiones y se equivocan.
Pero el reconocer las diferencias depende más de las discusiones internas que del hecho de pertenecer o no a la OCDE. Por ello, bienvenida la membresía. Hay que estar alerta, eso sí, sobre las conclusiones que se sacan de ella.