Ante el pésimo manejo que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, está haciendo del comercio mundial, las respuestas de los líderes de los países afectados no se han hecho esperar: México anuncia represalias proteccionistas, así como la Unión Europea y China.
Ya algunos hablan de una guerra comercial, producto de la cual perderemos todos como resultado de la esperable reducción en los flujos comerciales globales y de su impacto en el bienestar, así como en las posibilidades de la solución de conflictos internacionales por medios no pacíficos, como resultado de la disminución de la interdependencia económica entre sociedades.
En caso de presentarse esos efectos indeseables, no solo se tendrá que culpar a Trump y sus pésimas decisiones, sino a los líderes de los demás estados que le siguieron el juego. Es más, no solo a ellos: también a los ciudadanos que, de manera ingenua, aunque no por ello justificable, deciden acompañar a sus estados en decisiones que solo les afectan a ellos mismos por motivos como el nacionalismo o el orgullo nacional.
Y es que la imposición de restricciones al comercio afecta a los consumidores del país que los impone por diversas vías. Ya sea por la reducción de bienes importados que antes podían consumir y que lo hacían porque estos tenían mejores precios, una mejor calidad o satisfacía mejor sus necesidades o deseos.
De lo contrario, no los consumirían. Ya sea por el impacto que pueden tener las medidas proteccionistas en el mercado doméstico: menor competencia, mayores precios, menor diversidad y, al tener que enfrentar las empresas locales de sectores específicos una menor competencia por parte de agentes externos, tendrán acceso a un mercado cautivo.
Esto no puede generar sino impactos negativos en las necesidades de mejorar calidad, de innovar y/o de buscar formas para mantenerse vigentes en el mercado que, en ausencia de Estado, solo se logra si la empresa en cuestión satisface más o mejor las necesidades y deseos de más individuos.
Pero nada de esto parece importarles a los ciudadanos que acompañan, como si su bienestar dependiera del “orgullo nacional”, a las retaliaciones que hacen sus líderes políticos ante las afrentas de los de otros países.
Todo esto es resultado, a su vez, de un cambio en las tendencias de los años más recientes. Desde el optimismo generado ante el incremento de los flujos comerciales y de inversiones que muchos denominaron globalización y que muchos más consideraron como un proceso irreversible, se pasó muy rápidamente a dos tipos de resistencias, crecientes, que permearon las ideas compartidas.
De un lado, la resistencia directa, de los movimientos anti-globalización, de los grupos que le temían y que, resultado de su capacidad para crear eslóganes emocionales, aparentemente lógicos, despreciaron la evidencia y la reemplazaron por la anécdota. El problema es que la utilización recurrente de anécdotas fue creando la – errada – convicción en las mayorías según la cual los perdedores del proceso de globalización eran no solo más que los ganadores, sino que estaban perdiendo mucho más de los que algunos ganaban.
Por otro lado, de manera no anticipada, se podría sostener que el modelo fue “víctima de su propio éxito”. Y esto es algo que no hemos debatido, ni estudiado, lo suficiente. Como lo han demostrado autores como Steven Pinker, casi todos los indicadores en el mundo han mejorado de manera sostenida.
Esto, junto con el papel de diversas innovaciones tecnológicas, tal como lo demostró Tyler Cowen, han tenido, por lo menos, tres efectos. Mientras que incrementaban la capacidad de acceder a la información, disminuían la tolerancia al fracaso, a los problemas, al sufrimiento, etc. Esto, en últimas, llevó a que cualquier situación que sea considerada como indeseable, sería percibida como una señal de degradación de la situación, culpa del capitalismo, de la globalización o del libre comercio.
Estos dos fenómenos tuvieron lugar como consecuencia de otras ideas que ya hoy ni se cuestionan. Una de ellas es la del papel del Estado para resolver todas y cada una de las cuestiones que nos parecen problemáticas. Otra la de la importancia del nacionalismo. Otra más es la de equiparar el poder estatal con la capacidad de creación de riqueza de una sociedad, como si los resultados de la acción individual fueran, ineludiblemente, propiedad del Estado.
La difusión y fortalecimiento de esas ideas llevaron a un desprecio por los valores liberales sobre los que se construyó el orden internacional de posguerra y a una exaltación de aquéllos valores anti-liberales que los acompañaron (sobre esta aparente contradicción ver, por ejemplo, este libro). Así se explica el ascenso de líderes como Donald Trump.
Pero así se explica, además, la tolerancia, la complicidad de sociedad enteras en la implementación de medidas que más allá de cualquier otro efecto resultan afectándolas de manera directa. Hoy muchos reciben con emoción los anuncios de un mayor proteccionismo en diferentes países del mundo. Creen que así se están vengando de Trump o de las empresas estadounidenses. Creen, como también lo hace el mandatario estadounidense, que así van a tener un mayor crecimiento y bienestar.
El problema es que están absolutamente equivocados y, como si fuera poco, que el tiempo que se tarden en darse cuenta incrementa los costos de manera exponencial para todos. Veremos cuánto nos costará la exaltación de los “valores” de la venganza, la xenofobia y el aislamiento en el ámbito internacional.