No descansan. Ni dejaron llegar al nuevo Gobierno y ya están pidiendo nuevas ayudas, más privilegios. Hace unos días los representantes de los cafeteros iniciaron acercamientos con el nuevo gobierno de Iván Duque, aún no posesionado, para solicitarle garantice recursos ante una supuesta difícil situación del sector.
El problema no son los cafeteros. El problema no es que sean los cafeteros. El punto es que uno no sabe cuántas agrupaciones de individuos – de no importa qué sector o con qué intereses – estarán buscando contactos con el nuevo Gobierno para mantener las rentas que logran establecer por sus relaciones políticas. Para insistir en uno de mis comentarios de la semana pasada: la corrupción no se puede solucionar con buenas intenciones ni es – solo – una cuestión de ética individual, sino que responde a un entramado institucional, reflejo de profundas prácticas sociales y de los incentivos generados por quién sabe cuáles expresiones institucionales.
El que los grupos de interés se comporten de la manera como los están haciendo los cafeteros es un ejemplo de esto último.
De un lado, la forma como se plantea la relación entre esos grupos y el Estado refleja una entronizada visión de lo que es el Estado en Colombia…y que, por lo tanto, explica muchas de sus anomalías funcionales.
Entre muchas otras, creer que se puede acudir al Estado para exigir recursos cuando se enfrentan momentos financieros difíciles en las actividades a las que los individuos de manera voluntaria decidieron dedicarse es descarado, por decir lo menos. El que se crea que son legítimas esas exigencias es ya un absurdo. El colmo del delirio es, sin embargo, que millones de ciudadanos estén de acuerdo con los sectores beneficiados. Esa actitud es no solo pedir, sino justificar la expoliación.
Además de ello, este tipo de actitudes parten de la visión de que el Estado fue creado, no para servirnos a todos los ciudadanos, sino para satisfacer intereses de grupo. Igualmente, son actitudes que reflejan una concepción de la actividad económica como dependiente de decisiones políticas: para ganar debe haber apropiación de los recursos que el Estado maneja o, lo que es lo mismo, la ganancia depende, no de la participación en el mercado y, por lo tanto, de la decisión voluntaria de miles, de millones de individuos, sino de arrebatarles a esos mismos individuos, por obligación y con los recursos coercitivos del Estado, el dinero que de otra manera no hubieran entregado.
Estas actitudes están basadas en la creencia de que el Estado es un botín cuya rapiña depende de las relaciones que cada grupo tenga con el gobernante de turno.
Lo grave de esto es que esas creencias perpetúan la existencia de un Estado que no se limita y cuyos funcionarios, con algún tipo de poder (es decir, con algún manejo de gasto) pueden comportarse como reyezuelos. No está en el interés de nadie limitar aquél ente que decide entre quiénes se reparte lo que les pertenece a los demás.
Pero, ¿y qué genera un Estado con estas características?
En primer lugar, se presentan pérdidas económicas para la sociedad. Menor productividad y, por ello, menor eficiencia. Se mantienen sectores sin saber si realmente están sirviéndole a la sociedad. Un empresario, así sea un productor de café, debería estar en capacidad de tomar decisiones de producción ante los cambios en el entorno y no esperar a que, ante los problemas, todos debamos correr en su ayuda, mientras que cuando contaron con beneficios, éstos sí se consideraron solo de ellos.
Tal vez la pérdida más importante del Estado de cosas sea un mercado menos dinámico; en el que se pierden las oportunidades infinitas que surgen de la experimentación y del cambio, que no pueden conocerse ni predecirse, sino que solo surgen ante la existencia de verdaderos empresarios y su afán por obtener su bienestar al satisfacer las necesidades o deseos de los demás.
En segundo lugar, están las pérdidas políticas. Un Estado- botín, cooptado por grupos de interés, es menos democrático, más ilimitado y por esto, obviamente, un mayor peligro a las libertades individuales.
Por último, se encuentra las pérdidas sociales. Para los pocos – o muchos – que no pertenecen a ningún grupo que viva de la extracción de rentas por conexiones políticas se genera una profunda sensación de injusticia; de que el sistema está en contra de ellos. Estos son los primeros candidatos para ser arrastrados a los peligros del populismo y de los extremismos. Además, una sociedad así crea profundas e irresolubles fuentes de desigualdad, inducidas por decisiones políticas, sin que los afectados puedan hacer nada.
De lo que haga el presidente electo nos mostrará el talante de su Gobierno. Si en realidad quiere hacer un Gobierno hacia una mayor libertad, con un Gobierno responsable, limitado y al servicio de todos, o si pretende gobernar, como se ha hecho hasta ahora, con ayudas a ciertos sectores para garantizar gobernabilidad y que los privilegiados de siempre no les generen inestabilidad con sus paros y movilizaciones.
El Estado-botín que reparte privilegios para los grupos de interés no necesariamente impidió algunos avances, pero sí indujo una profunda desilusión ante el sistema, lo que nos puso ante el abismo del populismo de izquierda. Ojalá el nuevo gobernante sepa que, en caso de mantener o profundizar esta vía, lo que estará haciendo es empujándonos al precipicio.