Uno de los peor evaluados, José Félix Lafaurie, se quejó a través de un trino en Twitter porque otro de los aspirantes recibió mayor puntaje.
El sentido de la inconformidad era que cómo una persona que “solo” había trabajado en una universidad, podía tener mejor puntuación que él, que tenía más experiencia laboral.
La cosa no tendría por qué ser motivo de reflexión. Simplemente, al indignado Lafaurie podría habérsele olvidado que estar en la academia también es trabajo y, por lo tanto, también es experiencia laboral.
Sin embargo, la declaración de Lafaurie – junto con muchas de las respuestas a su trino – refleja una profunda convicción de bastantes personas sobre la inutilidad de la academia.
No solo pasa en Colombia: podría sostenerse que en años recientes, en diversas partes del mundo, se ha presentado una suerte de rebelión de los personas con menos educación en contra de las posiciones, opiniones y prevenciones provenientes de la considerada élite intelectual y académica.
Eso es lo que demuestran los datos demográficos de quiénes votaron por Donald Trump, en favor del Brexit o del no en el plebiscito colombiano, posiciones todas que fueron fuertemente rechazadas por los académicos e intelectuales.
De esto, podría culparse a las personas que no quieren aceptar la labor académica; o, como lo hace Steven Pinker, en su más reciente libro, como una resistencia a la racionalidad; o, a la incapacidad de las mayorías de valorar lo que se produce en el ambiente universitario y su utilidad para el mundo.
No obstante, las anteriores explicaciones parecen ser insuficientes por dos razones. De un lado, no llegan al fondo del asunto: ¿Por qué no se valora, reconoce la importancia o se resiste lo que se percibe como academia? Por el otro, esas explicaciones podrían ser aceptadas si el rechaza fuera en contra de toda la labor del sector académico en el mundo.
Sin embargo, la rebelión no se da en contra de todo tipo de conocimiento especializado, sino que la mayoría de críticas se dirigen a ciertas disciplinas, específicamente, las ciencias sociales, mientras que otras (como la física, la medicina o la química) han sido menos afectadas.
Así que las explicaciones no parecen ser lo suficientemente profundas. Debe ser que algo en las disciplinas más criticadas hace que las mayorías consideren que no son útiles, ni importantes, ni confiables.
Una hipótesis más adecuada la aporta Nassim Nicholas Taleb en su último libro, que contiene dos reflexiones importantes. Primero, que los académicos, en general, no tienen nada que perder sobre lo que dicen y que, además, muchas veces hablan desde el desconocimiento o engañados por sus propias opiniones y percepciones del mundo que les rodea.
Segundo, que hay mucho “conocimiento inútil”, para recordar la expresión de Jean-François Revel, en la labor de esas disciplinas. En los términos de Taleb, hay muchos que son intelectuales, pero ignorantes (Intellectuals Yet Idiots, IYI).
Lo anterior es resultado, a su vez, de la pérdida de muchas de las características que, en algún momento, convirtieron a la academia en fuente de conocimiento y de comprensión de la sociedad.
Una de esas características perdidas es la del interés por comprender. Desde hace mucho tiempo, las ciencias sociales prefirieron el camino del “deber ser”. En cursos de ciencia política, economía o relaciones internacionales no se trata de explicar por qué suceden los fenómenos sino de criticar el que sucedan de cierta manera y no de otra.
Además, ese “deber ser” ha estado caracterizado por escalas de valores que se consideran únicas y, por lo tanto, de obligatoria adopción por parte de todos. Por esta vía, el disenso y las posiciones distintas han sido sacrificados.
Otra pérdida se ha dado en relación con la curiosidad intelectual. De manera extraña, a pesar de la retórica que plantea otra cosa, la academia actual pretende dar más respuestas que hacerse preguntas. Y esas respuestas no se ponen en duda. Esto se da en relación con temas que podríamos denominar de la agenda políticamente correcta.
Un ejemplo claro es que se asume, casi sin cuestionamiento, que los Estados deben tener cada vez más funciones, incluidas la de redistribución del ingreso, causa que se considera única en la disminución de la desigualdad, de la inclusión o de la lucha en contra de la pobreza.
En tercer lugar, parece haber prosperado una profunda aversión a la competencia. Por ello, como en lo peor de las oscuras novelas de Ayn Rand, hemos llegado al punto en el que las investigaciones y puntos de vista no son validados o invalidados por el “mercado de las ideas”, sino por personas, consideradas todo conocedoras, que pueden decidir qué se publica y qué no. Esto hace que sean los mismos, con las mismas posiciones los que repitan hasta el hartazgo sus visiones del mundo, sin que por ello éstas sean necesariamente adecuadas para los problemas sociales.
Lo anterior ha llevado a un alejamiento paulatino de los académicos del resto de la sociedad. El lenguaje que se usa, las preocupaciones de investigación, los métodos utilizados, entre otros se desconectaron de las prioridades sociales. Se ha vuelto de moda despreciar lo sencillo y cercano. En este rechazo, claro, se encuentran los otros individuos que se consideran ignorantes, a pesar de que son ellos los que se enfrentan directamente a sus decisiones y que, por lo tanto, actúan de maneras que no siempre están sintonizadas con el “deber ser” de los académicos.
En el fondo, la academia ha sido cooptada por las formas más diversas de abierto antiliberalismo. El problema es que ésta no puede existir en un contexto antiliberal ni producir con bases diferentes a la libertad. Acá está el desafío. Hasta que no se solucione, quiénes nos dedicamos a esto seremos vistos como alejados de la realidad, incapaces de producir conocimiento útil y molestos personajes que, desde nuestra equivocada superioridad moral, empujamos cada vez más a la sociedad libre al abismo.