En estos días una tuitera se quejaba por los altos precios de algunos restaurantes en Bogotá, mientras que otra denunciaba la contratación de venezolanos por un salario menor al que las autoridades colombianas han determinado como el mínimo. En ambos casos, la situación se caracterizaba como un abuso. De allí a demandar la intervención de las autoridades la distancia es muy corta.
Muchas situaciones y hechos nos indignan, nos molestan, nos afectan. Por nuestra naturaleza, tendiente a la dependencia de otros, solemos considerar esos sentimientos negativos como amenazas, incluso a nuestra supervivencia. Así, quisiéramos que todo lo que nos causa daño, por pequeño que sea, desapareciese; que estuviésemos siempre protegidos de esos sentimientos negativos. Esto hace que muchos acudan al Estado para abordar esos asuntos que les molestan.
Sin embargo, se equivocan de cabo a rabo: no solo las intervenciones estatales en la mayoría de asuntos no solucionan los problemas, sino que los agravan. También está el hecho de que, por lo menos para las situaciones que denuncian las tuiteras, la cosa no amerita una intervención de ningún actor externo a las partes involucradas.
Comparto la visión de la crítica a los restaurantes en Bogotá. La mayoría me parecen de muy baja calidad, con unos precios exagerados. Solo son escenarios para que los que quieren mostrarse y ratificar su pertenencia a ciertos círculos sociales, satisfagan esa necesidad.
Sobre la crítica a la contratación de venezolanos, no sé qué tanto los pagos por debajo del salario promedio que se les paga a colombianos (salario éste que difiere del mínimo dictado por el Estado) sean la norma. Si es así, es evidente que uno desearía que todo el mundo ganara mucho mejor y que en Colombia tuviéramos no solo mayores ingresos, sino una mejor calidad de vida.
El punto es que no es lo que me molesta o lo que quisiera lo que debe dictar el sentido de las decisiones políticas.
No se trata tampoco de sancionar lo que indigna a las personas. Es perfectamente comprensible que uno se preocupe por los niveles de vida de los semejantes. También lo es que muestra su molestia por lo que no le gusta y que encuentra en el mercado. Se trata, más bien, de cuestionar si esas molestias se pueden, se deben, convertir en objeto de la acción política del Estado.
Considerar que sí es desconocer, no comprender, varios hechos relacionados con las situaciones planteadas.
Primero, está el tema de la elección individual. Ir a un restaurante no a comer sino a mostrarse es una decisión que toman quiénes deciden ir a esos restaurantes. Lo mismo sucede con los que no vamos a esos lugares.
Casi todos podríamos estar de acuerdo con este último punto. Muchos, sin embargo, consideran que esta misma lógica no aplica para el caso del mercado laboral, en general, y de los venezolanos, en particular. Sin embargo, esto tiene que ver más con prejuicios que con el análisis concienzudo de la situación. Es prejuicioso porque esas ideas están basadas en la idea marxista, tan extendida, tan equivocada, de que los empleadores tienen el poder y los empleados son siempre las víctimas.
Algo que afecta, además, la comprensión de que la decisión actúa en ambas situaciones es que se considera que en el primer caso hay un poder de decisión casi absoluto, mientras que en el segundo son evidentes las limitaciones a la decisión. No obstante, esto es falso: nunca un ser humano tiene a su disposición todas las opciones ni la capacidad de decidir, en sentido estricto, todo lo que se le ocurra.
Siempre habrá limitaciones, comenzando por la ineludible naturaleza de escasez en la que existimos. De igual manera, por lo menos en situaciones como las descritas, las posibilidades de decisión están ahí. Los contextos pueden ser diferentes, pero los seres humanos toman sus decisiones en ellos, con su conocimiento y buscando sus preferencias. Esto no se puede ni evitar, ni mejorar, ni igualar.
Así las cosas, los venezolanos tomaron, primero, la decisión – muy valiente, por cierto – de votar con sus pies y de sumar a la evidencia del fracaso del modelo que la dictadura en su país les impuso. Al llegar a Colombia, aunque limitadas, tienen diversas opciones. Algunos decidieron buscar compatriotas y trabajar para ellos, otros irse a ciudades pequeñas, otros más decidieron dedicarse al comercio informal…y otros se aceptan unos salarios que pueden ser más bajos que el promedio y que ojalá fueran mucho más altos, pero que representan una mejor situación presente que la que tenían cuando llegaron al país.
Las personas indignadas y molestas tienden a olvidar que sus pares deciden y que es la decisión la que lleva a que algunos tomen ciertos trabajos y no otros o que algunos paguen ciertas cosas y no otras.
De lo anterior se desprenden muchas realidades de cómo funciona el mercado que impiden una intervención estatal para supuestamente corregir lo que no nos gusta. La decisión hace que no existan criterios para establecer cuál es el precio ideal, el justo o el adecuado para ningún bien o servicio. Como mostró Mises, los individuos votan por los productos que quieren, entregando su dinero…o aceptando ciertos trabajos. El carácter de los precios se debe a que el valor de los bienes no es inherente a ellos, sino que es resultado de las decisiones que toman los individuos.
Así no nos guste a algunos, así no estemos de acuerdo, esos restaurantes que cobran tan caro (y cuya comida no es tan buena) siguen existiendo porque muchos de sus clientes no valoran tanto la comida como las relaciones que hacen o la satisfacción de que lo demás los vean en esos lugares. ¡Así es! Y no podemos obligar a esas personas a pensar diferente.
En estos casos, la mejor satisfacción, la única posible, es decidir no entregar su dinero en lugares cuya filosofía no comparte y, en caso de tener la posibilidad, ofrecer mejores oportunidades a las que personas que se considera son explotadas en otros lados. De resto, es pura indignación vacía que busca disfrazar nuevas justificaciones para que el papá Estado venga a castigar lo que no me gusta, me indigna, me molesta o me hace sentir mal.