En las últimas semanas, como nunca antes, he experimentado una sensación de creciente impotencia frente a la acción estatal. Es como si ningún argumento será escuchado, ni será tenido en cuenta, solo el que justifique más Estado y menos protección a los ciudadanos.
En Bogotá experimentamos una serie de decisiones que toma el gobierno distrital y que, sin importar las críticas, siguen adelante, como si solo importara la visión de los políticos y de los burócratas. Claro, existen algunos asuntos que deben decidir ellos, pero no todos, ni muchos menos los que más nos afectan.
Dos ejemplos. En los próximos meses, al parecer, comenzarán las obras sobre la vía emblemática de la capital para la construcción del modelo de trasporte que el actual alcalde a la ciudad, Enrique Peñalosa, consideró que era el mejor durante su primera alcaldía, por allá en 1998.
Los vecinos de la vía están preocupados; los ciudadanos saben que estas obras van a afectar negativa y gravemente la movilidad por muchos años. Sin embargo, las obras parecen que se harán porque esto lo considera prioritario la administración actual. Esto se demuestra en el hecho que en las administraciones pasadas ya había quedado claro que esta obra no se iba a realizar.
Además, ese sistema de transporte ya incluye, en parte, esa vía emblemática, pero ha dejado muchas otras, con una mayor densidad poblacional, por fuera. Se pregunta uno por qué es prioritario volver a intervenir esta zona y no construir sobre lo construido y más bien incluir otras zonas.
Pero esta pregunta seguramente nunca tendrá respuesta.
Esto se debe a que, cada vez más, el Estado tiene más funciones, cada vez más técnicas y, por lo tanto, menos comprensibles para los ciudadanos del común…y, por lo tanto, en las que se sacrifica todo principio de transparencia. ¿Por qué no construir el sistema de transporte en el resto de la ciudad y seguirse concentrando solo en una parte de ella? Posiblemente existirán razones técnicas, pero nunca explicadas a la ciudadanía, así como los costos, los beneficios, las implicaciones y demás.
Precisamente, esto es lo que explica el segundo ejemplo: la construcción del metro en Bogotá. La ciudad lleva décadas con la idea de construir un metro y nunca se ha podido. En las administraciones más recientes se han gastado miles de millones de dólares en estudios y nunca se han iniciado las obras, pero sí se han cambiado constantemente los diseños. Este es en el momento en el que aún no sabemos si el metro se va a construir y si construirlo subterráneo o aéreo es mejor ni por qué.
Cero transparencia.
Además de lo que hacen y cómo lo hacen, es la forma como se suele tomar decisiones, incluir temas en la agenda pública y actuar frente a ellas. No hay lugar al debate, ni a la profundidad, sino a la lucha por la popularidad, los eslóganes baratos y las posiciones extremas.
El ejemplo más reciente es el de la consulta anticorrupción. A pesar de que los puntos que ésta contemplaba no solucionarían, nunca, el problema de corrupción, la cuestión quedó en que era moralmente necesario votarla porque al menos así sería simbólica. Hoy, los políticos están negociando cuáles de los puntos van a convertir en ley…y no he visto ninguna reflexión seria sobre realmente cómo podemos explicar la corrupción en Colombia y, por lo tanto, si esas leyes que van a aprobar van a acabarla; o a disminuirla, siquiera.
Cero debate. Mucho eslogan.
Pero, claro, cómo no sucede eso, si los ciudadanos mismos justifican la acción estatal porque se han convertido en áulicos de su líder preferido y entusiastas que se comieron entero el cuento de que el Estado es una organización parecida a un padre benevolente con una fuerte componente de omnipotencia y de omnisapiencia.
Los seguidores de los líderes de izquierda siempre justificarán todas las ideas intervencionistas como adecuadas, necesarias y útiles (así no estén probadas o ya lo hayan sido con fracasos evidentes). Los de la derecha actúan en el mismo sentido. Ante mi crítica a la absurda idea del actual presidente colombiano de decomisar la droga en las calles del país, uno de sus seguidores me dijo que lo que yo quería era que los niños fueran víctimas de los vendedores de droga y otro más me dijo que, aunque eso no servía para nada, así funcionaba la democracia: que los gobernantes deben hacer lo que quieren las mayorías.
En fin.
Para completar la impotencia está la cuestión de la propiedad. Con tanta función, tanta expectativa y tanto entusiasta, el Estado necesita, cada vez más recursos. Muchos de ellos se pierden en corrupción (pero no importa, ya están redactando las leyes para eso…¡y todos los partidos en consenso! ¡Porque la corrupción se acaba si todos estamos de acuerdo y soñamos al tiempo!) y muchos más van a alimentar el aparato burocrático que se requiere para implementar los programas y las políticas.
Esos recursos, sin embargo, salen de lo que trabajamos los que no dependemos del Estado; de lo que es nuestro. Pero, paradójicamente, no podemos decidir ni sobre cuánto nos quitarán, ni sobre cuánto estamos dispuestos a pagar, ni sobre qué debe hacerse con ese dinero. Cuestiones técnicas, nos dicen. Eso no puede decidirlo la ciudadanía, nos explican. Entregue su dinero y no pregunte parece ser la consigna.
Nada se puede decir, nada se puede hacer. Solo esperar a que decidan cuánto será la nueva tajada con la que se quedará el Estado en su absoluta necesidad. Si se critica, se corre el riesgo de ser tildado de ignorante, de utópico, de egoísta, de no solidario.
Mientras tanto, la impotencia de muchos continúa. ¿En qué momento permitimos que el Estado se convirtiera en el ente más importante de nuestras vidas, al que nos debemos subordinar y aceptar sin tener posibilidad de cuestionar o de evitar sus designios? ¿En qué momento nos volvimos tan complacientes?