En estos días comenzó a tomarse como seria, la que parecía una lejana posibilidad ante la preocupante situación de crisis humanitaria que atraviesa Venezuela, como resultado de la dictadura que llegó al poder desde hace ya casi veinte años.
Un lector informado considerará mi cálculo como descuidado o abiertamente equivocado. Ha transcendido a la opinión pública que la dictadura en reciente: es casi un desvío, generado por el ascenso del inepto Nicolás Maduro.
Sin embargo, esto es parte de la desinformación ante el tema. Lo que hemos presenciado recientemente es una radicalización de la dictadura, pero el autoritarismo y la destrucción de cualquier amague de democracia (en particular, de corte liberal) en Venezuela comenzó cuando el mismo Hugo Chávez (al que muchos hoy, en lugar de condenarlo, lo añoran) se posesionó jurando ante la que, para él, era una moribunda Constitución.
Decía que, ante una situación que tienden a empeorar, comenzó a tomarse como seria una opción: la de la intervención internacional. Algunos sostienen que Estados Unidos podría tomar parte en ella. Otros consideran que ésta podría ser labor de Colombia.
Para justificar la idea, se han utilizado diversas líneas argumentativas. Desde plantear que una intervención puede hacerse de muchas maneras, para evitar así la obligada referencia (y reflexión y justificación) a la vía militar, hasta la retórica humanitaria, pasando por las provocaciones de la dictadura.
Ante lo primero, la posición según la cual una intervención puede darse de muchas maneras y no necesariamente como tradicionalmente se entiende, parece más una argucia discursiva. Lo que se está discutiendo no es si se puede acabar el régimen de alguna manera, sino que se tienen en mente muy clara una manera específica de hacerlo.
Lo contrario es caer en la solución trivial: si cualquier medida es intervención, además de la militar, todo y nada se puede definir como tal. En este sentido, hacer algo es igual a pedir no hacer nada…es decir, mantener las cosas como hasta ahora. Pero eso no es lo que se pretende. Así, este argumento debe desecharse por, precisamente, su nula contribución a la discusión.
El segundo argumento es el de las provocaciones de la dictadura. Ésta moviliza tropas a la frontera con Colombia; ha incursionado en territorio nacional; es indiferente a los llamados de otros países para el restablecimiento de la democracia; hace evidente fraude electoral; utiliza constantemente el instrumento de la teoría de la conspiración (en la que el demonio siempre es Estados Unidos…y Colombia) para desviar la atención de la responsabilidad que ella y solo ella tiene sobre la situación humanitaria en ese país.
Sin embargo, aunque parezca más sólido, este argumento también es débil para justificar una intervención en Venezuela. En el caso de Colombia, si hay incursiones, esto lo que demuestra es una incapacidad de nuestras fuerzas militares de cumplir sus funciones.
Demuestra ineptitud. En el caso de las provocaciones, el argumento resulta peor: si la dictadura usa a sus militares para desencadenar una guerra, no tiene sentido abogar por seguirle el juego. Eso sería permitir que semejantes personajes determinen la agenda.
En caso de un ataque por parte de Venezuela a Colombia o a Estados Unidos, el objeto de discusión ya cambia: no estaríamos justificando una intervención, sino una respuesta a un ataque.
El argumento más difícil de enfrentar, porque apela a las emociones, es el de la retórica humanitaria. Éste consiste en que Colombia o Estados Unidos no pueden ser “indolentes” ante el sufrimiento de los millones de venezolanos que están siendo víctimas de cada día que pasa la dictadura en el poder.
Por ello, para evitar ese sufrimiento deben asumir el liderazgo y tumbar al régimen. Justificaciones similares se escucharon cuando el caso fue Serbia, Kosovo, Irak, Libia y Siria. Todos casos en los que, en lugar de solucionar el problema que se identificó, se crearon muchos nuevos y se agravaron los existentes. ¿Y la situación humanitaria? Empeorando.
Es más, uno podría usar el mismo argumento para justificar la no intervención: más muertos, más desplazados, más hambre, más pobreza, por quién sabe cuántos años, son un indeseable cuando se tiene una situación de crisis humanitaria que supuestamente se pretende solucionar.
Así como se debe entender que las mismas ideas políticas y económicas que, como el socialismo, fracasan una y otra vez se puede deber no a las personas que las implementan, ni al contexto, ni al periodo histórico, ni a la forma de puesta en marcha ni a ninguna otra variable, sino a que son ideas equivocadas, así mismo debe entenderse que otras políticas, como la intervención, también tienen este problema.
En el fondo, la idea de una intervención en Venezuela, sea por Colombia, sea por Estados Unidos, sea por Noruega (si así lo quieren), es que presupone la existencia de muchas condiciones que no tienen asidero en la realidad. No solo están los supuestos empíricos: que existe alguien que remplace al actual dictador, que las mayorías apoyarían una intervención y saludarían a las tropas con emoción, que la cuestión es simplemente de cambiar a Maduro y ubicar en la presidencia a alguien “mejor”.
También están los supuestos más profundos: que el modelo actual se impuso a la fuerza a un pueblo que no pudo resistirse o que la cuestión institucional es algo que se soluciona de un día para el otro. Es decir, que los daños causados por la dictadura son una cuestión de quién esté en el poder: si cae la dictadura, en un tiempo prudencial todo lo que no está funcionando bien, se normaliza.
El más grave de todos es el supuesto de las acciones puntuales, planeadas en sistemas complejos. Los defensores de una intervención es una cuestión de sagacidad militar. Lo que no entienden es que eso es lo de menos. La mejor intervención, con la mejor planeación, con los mejores militares y las armas más avanzadas puede fracasar.
En últimas, los defensores de la intervención parecen ignorar el principio de consecuencias no anticipadas, el papel de la incertidumbre, la imposibilidad de la planeación y demás principios que nos llevan a preferir la prudencia, a la acción. Así “haya que hacer algo.