La que parece será la elección del líder de derecha, Jair Bolsonaro, en Brasil, es un nuevo paso hacia la transformación política de la región. El periodo de los gobiernos de izquierda parece estar terminando.
Éstos fueron incapaces en tres dimensiones. No alteraron las realidades institucionales de los países en los que gobernaron: no tenían la intención ni la forma de acabar con sociedades de privilegios, sino de disfrutar de ellos…y de permitir que los disfrutaran sus aliados.
Segundo, precisamente por lo anterior, fueron gobiernos involucrados en escándalos de corrupción. Tercero, a pesar de algunos programas “sociales”, no solucionaron ni el problema de pobreza ni el de desigualdad que tanto criticaban y que siguen criticando.
Representantes de la derecha andan entusiasmados. Caen en la ilusión de confundir la retirada de la izquierda con su victoria asegurada. Pero esto no es automático. Las sociedades latinoamericanas parecen no tener lealtades ideológicas. En su lugar, los ciudadanos parecen decidir según su percepción del estado de la economía, del avance hacia el anhelo de sociedades ideales y de los beneficios que perciban directamente de un Estado que consideran omnipotente y omnisapiente.
Por esto mismo, la caída de gobiernos de izquierda en la región puede ser una cuestión temporal. No hay garantía alguna de que sea algo permanente. Esto depende necesariamente de los resultados que demuestren los gobiernos de derecha.
Y estos tendrán que enfrentar al menos tres problemas. El primero es que las sociedades latinoamericanas han cambiado. Esos beneficios estatales no se limitan al aspecto monetario. Hoy, como nunca antes, las sociedades de la región consideran, así no sea masivamente, que el Estado debe extender los derechos a más grupos. El error está en creer que es el Estado el que crea los derechos. El problema se encuentra en que, en general, los gobiernos de derecha se ven como enemigos de esta extensión que hoy muchos exigen.
El segundo problema consiste en que la percepción de los ciudadanos muchas veces no depende de evidencia verificable, sino de sus prejuicios, de lo que se escucha, de lo que se cree. Para ello, la izquierda en la región está montada sobre una ventaja porque tiene un discurso intuitivo, que apela a las emociones, que clasifica moralmente a las personas (muy pocos toleran ser caracterizados como insensibles o desinteresados por la suerte de los más pobres) y que mezcla algunos hechos reales con una interpretación equivocada de la interacción entre ellos. Mejor dicho: han sabido contar el cuento. Pero no deja de ser cuento…
El tercero es, tal vez, el más grave. La derecha, así como la izquierda, no tiene ni la intención ni la manera de estimular cambios institucionales. Llegan a disfrutar de su cuarto de hora, a aprovechar el Estado como un botín, como forma de movilidad social, como forma de pago de favores políticos y de bienestar para familiares y amigos.
Llegan con un discurso para atender los deseos de algunos, no para gobernar para todos. Es un discurso de sometimiento de los contrarios. Es un discurso revanchista, de aplicar prejuicios y creencias, en lugar que de decisiones basadas en evidencia o en reflexión para mejorar las sociedades en el futuro.
La izquierda añorando el poder y haciendo todo para volver a obtenerlo. La derecha, borracha (irresistible paradoja para esos conservadores tan virtuosos que o no beben – muchos porque fueron alcohólicos – o que beben con mucha moderación para evitar demostrar quiénes son realmente), creyendo que las llegó la suerte.
¿Y los liberales? No podemos permitirnos los errores. Ya es suficiente con que la gente asocie el ser liberal con el término, peyorativo, de “neoliberal” y este último con la extrema derecha. Existe la oportunidad, en este contexto, para demostrar que ser liberal no se restringe a defender las libertades económicas, aunque éstas sean la fuente de todas las demás.
Pero la principal oportunidad está en demostrar las verdaderas diferencias que tenemos tanto frente a la derecha, como a la izquierda. Los liberales desconfiamos frente a poder, más si éste es político. No consideramos que éste deba extenderse según quién llegue a él.
El liberalismo nos lleva a resaltar la importancia del orden espontáneo, de la acción anónima, de la organización social, de la impersonalidad y, por ello, sabemos que no importe quién esté en el poder, los resultados no pueden ni anticiparse ni decidirse de manera deliberada.
Por lo anterior, los liberales no tendemos a entusiasmarnos ingenuamente, a la usanza de los estatistas de todos los colores, por los cambios de gobiernos y mucho menos nos convertimos en aliados de personas que claramente amenazan algunos tipos de libertades porque supuestamente son defensoras de otras libertades. Sabemos que la defensa de la libertad es única y decidida.
Por esto mismo, porque defendemos la libertad como principio, en discusiones políticas la mayoría de veces preferimos el lado del escepticismo, de anticipar posibles desvíos, el optimismo mesurado, que muchos confunden con abierto pesimismo, que la celebración y la borrachera.
No hay nada para celebrar con los cambios políticos recientes en América Latina. Tenemos que esperar cómo avanzan, qué sucede con las sociedades en las que gobiernan. No podemos darles ex ante un apoyo total ni absoluto porque usen la retórica de la libertad económica. Puede que no hagan nada o que solo comentan errores. Pueden ser la antesala de un retorno, siempre indeseable, de la izquierda nacionalista y socialista. Pueden ser la fuente de peores males futuros en la región. Hay que esperar. Las celebraciones y los lamentos ingenuos hay que dejárselos a los estatistas que aún creen que el cambio social es resultado de quién es elegido cada cierto tiempo.