La verdadera tragedia que embarga a los cuatro partidos populistas que conforman el frente conocido como G4, radica en que pretenden superar la cruel dominación despótica y totalitaria que el chavismo-madurismo hoy impone a una población indefensa como la venezolana, a partir del hipnótico liderazgo carismático que la figura de un cacique o caudillo, como modelo de autoridad y de legitimidad política, fomenta a diario en la masa popular de incondicionales seguidores. Dicho de otra manera: se trata de la abierta promoción de un liderazgo caciquista y caudillista —junto al lenguaje que lo sustenta y lo contiene— como única garantía de unidad y referente de autoridad de nuestro mundo político, muy a tono con lo peor de nuestra tradición política. Hablamos de un modelo de autoridad y de lucha que, por estar completamente desfasado con los tiempos hipermodernos que corren y contravenido con los referentes que hoy mueven a la política y a la democracia en el mundo entero, finalmente resulta muy funcional al tipo de dominación totalitaria que hoy el chavismo-madurismo impone con terror en Venezuela.
Quizás podría pensarse que el fenómeno del carisma es de reciente data, cuando en realidad no es así. El término carisma proviene de la doctrina católica de la Iglesia. De hecho, se empleaba para garantizar la civilidad en la ceremonia de la misa. Esto debido a que los sacerdotes, por ignorar el verdadero dogma, ser indiferentes, antipáticos o incluso débiles y corruptos para el ejercicio de los deberes religiosos, como hombres normales y corrientes que eran, en un momento dado podían resultar incómodos y transformarse en una verdadera carga para sus feligreses en su afán de comunicar con Dios. En cualquier caso, la doctrina del carisma conciliaba esta fragilidad humana con la supremacía que debía tener la verdad religiosa, en el preciso momento que el “don de la gracia” se adueñaba del sacerdote para garantizar que la ceremonia de la misa tuviera un significado completamente independiente de su estado anímico. Precisamente por eso era civilizada.
No obstante, podemos decir que en el preciso instante en que el carisma perdió su acepción religiosa, paradójicamente dejó de ser una fuerza civilizada para convertirse, así, en el origen de un poder secular que encarna en una persona enérgica o en un líder potente y vigoroso —un cacique o un caudillo— que finalmente es reverenciado y mistificado a extremos incivilizados en el mundo de la política.
Ahora bien, ¿qué es lo carismático de estos caciques o caudillos? ¿qué los vuelve excitantes frente a las masas? Sin duda, exteriorizar sus impulsos íntimos; es decir, la revelación en público de sus emociones o aquello que en un momento dado siente, antes de aquello que en realidad hace. En más de un sentido podríamos decir que el carisma que envuelve a estos ídolos populares no es más que “un destape psíquico” de sus más íntimos impulsos con el fin de captar nuestra atención. Visto así, cualquier persona que esté a su alrededor puede perfectamente sentir “su poderío” aunque no pueda describir ni explicar el motivo de semejante atracción.
Sin embargo, para que ese liderazgo carismático que ejercen hoy estos caciques o caudillos pueda ser verosímil a las multitudes, necesariamente tiene que presentarse bajo el ropaje de un comportamiento enteramente espontáneo que compagine con dichos impulsos efervescentes y apasionados sin dejar de mostrar, en todo momento, que se tiene perfecto control sobre ellos y sobre sí mismo. De esa manera, la gente percibe que sus impulsos son reales y genuinos, convirtiéndose así en un líder en quien se puede confiar y creer. Es lo que desde el marketing político se denomina “la política de la personalidad”.
Lo curioso del asunto es que las preferencias que muestran los individuos que son seducidos por estos caciques populares, mayormente nada tienen que ver con principios axiomáticos propios de la política. De hecho, en el striptease de impulsos íntimos que realizan y de la psicosis colectiva que desatan, no se revela nada claro o concreto si de asuntos públicos y ciudadanos hablamos. En tales circunstancias, la verdadera mercancía a vender es la revelación misma de sus impulsos que, obviamente, impactan con fuerza en la masa de seguidores; una estratagema que bien les permite evadir conflictivas cuestiones éticas y de principios, e incluso tener que vérselas con farragosas disertaciones ideológicas que, las más de las veces, no manejan adecuadamente.
Sin embargo, lo distintivo del asunto desde el punto de vista político es que, por paradójico que parezca, todos aquellos individuos que bajo la influencia del discurso carismático de estos caciques caen en la zona de influencia de su personalidad enérgica, de alguna manera se vuelven completamente pasivos cuando son impactados por él, llegando incluso al extremo de olvidar sus propias necesidades y exigencias. En el contexto de esta nebulosa, bien se puede apreciar que el líder carismático es capaz de controlar a la masa de seguidores de forma más mística, más ferviente y, si se quiere, más extrema que como lo hacía civilizadamente la ancestral ceremonia de la Iglesia.
¿Acaso tiene efectos devastadores la presencia de estos personajes en el mundo político? ¿se reciente la esfera política con ellos? Es obvio que sí. Aunque ciertamente es una cuestión polémica, bien podemos argüir aquí que la presencia de estos caciques en el ámbito de la política, es un verdadero narcótico de las masas en general, y del individuo en particular; ya que crea una dependencia entre el líder y el seguidor que, aunque a simple vista no lo parezca, solo produce pasividad.
Es sorprendente ver que, aunque demagógicamente siempre prometen un estado de bienestar colectivo que redime las penurias de los humillados y los oprimidos, lo único que a fin de cuentas deja toda esta idolatría decadente en sus incondicionales seguidores es la situación de volverse nuevamente dependientes no solo de la pobreza material, sino también de una pobreza psicológica, lo que, al caso, es aún peor.
Hablamos de la tragedia de un pueblo hobbesiano como el venezolano que, no solo clama la presencia de un Leviatán, sino que a diario también apela al mando de algún cacique de turno —Chávez y Capriles ayer; Maduro y Guaidó hoy— para poder abrirse camino en la vida. Tragedia de la política convencional venezolana —oficial o la del G4— de creer que estos personajes charlatanes, sordos y mandones, realmente pueden ofrecer una salida efectiva a un problema esencialmente político que, obviamente, no se arregla con latigazos y sumisión, con promesas o despilfarros, sino con política y ciudadanía.
Bien es verdad que el aura que les rodea es una ilusión compartida por toda la sociedad. En el artículo de la semana pasada argumentaba que este fenómeno del carisma que encarna en caciques o caudillos fue estudiado exhaustivamente por Max Weber en su obra Economía y sociedad. En dicha obra, Weber nos explica que estos personajes aparecen justo en el momento en que la sociedad siente que ya no es capaz de resolver, por sí misma, el caos y el desorden existente, apelando a ellos para que resuelvan la situación. Weber estaba persuadido de que este cacique ególatra una vez que aparece en la escena política, lo único que hace es acentuar la situación caótica reinante. Para el sociólogo alemán, el redentor de la situación, de hecho, tiene un perfil auténticamente anárquico y transgresor que, finalmente, acaba enredándolo todo.
Sin embargo, de su propuesta lo que realmente produce perturbación y ruido es la sugerencia de que estos caciques no son más que una respuesta irracional al desconcierto de una sociedad y que, en consecuencia, no hacen otra cosa que multiplicar el desorden y la anarquía en su seno; cuando lo cierto del asunto, si miramos bien y de cerca, es que se trata de una respuesta racional al desorden existente que, si algo crea finalmente, es un orden sosegado y tranquilo o un nuevo statu quo, conformado por clanes o grupos de amigos corruptos que se ceban en los problemas existentes y que, por supuesto, no solucionan la crisis de fondo.
Con respecto a este punto, llama poderosísimamente la atención que estos caciques siempre son imaginados como dionisíacos o como líderes anárquicos, transgresores y alborotadores de las masas que solo promueven caos y desorden por todos lados; cuando lo único cierto es que a lo largo de la historia se han revelado como lideres sumamente apolíneos que, por cuenta de la hipnosis que genera su carisma, acaban siempre promoviendo un orden tranquilo, sosegado y esencialmente racional a su alrededor que, por supuesto, adormece a las masas con su letargo.
Lo cierto del asunto, a fin de cuentas, es que con ellos siempre nos encontramos con Dionisos de pacotilla finalmente menos entregados a los cambios bruscos que a la realidad de una vida “apacible, moderada y tranquila” para ellos y para los suyos. Caciques profundamente apolíneos, aunque el cliché los presente como dionisíacos, que muy pronto son categorizados por la sociedad civil como unos “políticos envejecidos que se rodean de corruptos, se expresan con un discurso triste y que, en el fondo, han perdido la perspectiva de la realidad”.
No obstante lo dicho ¿por qué este cacique en absoluto es una respuesta válida al desorden existente y, más pronto, su más segura complicación? Pues por el hecho cierto de que su liderazgo descansa en el exacerbado poderío de su personalidad o la espontánea revelación de sus emociones e intenciones, sin ninguna relación con el mundo de los hechos o de sus acciones.
Resulta llamativo la gran habilidad infrapolítica que muestran estos mercaderes de la seducción para desviar continuamente la atención de las masas desde el escrutinio de cuáles son sus reales posturas políticas y doctrinarias, o cuáles han sido las acciones y obras acometidas, inconclusas o que nunca han hecho, hacia un terreno favorable en el que solo cuentan sus intenciones morales, sus emociones y sus motivaciones psíquicas subyacentes; sin duda un escenario de apaciguamiento infrapolítico de las masas populares, donde las primeras quedan completamente reabsorbidas y diluidas en las segundas.
De manera que para estos caciques que la multitud irreflexivamente idolatra centrarse en los motivos, aunque no es la única opción retórica disponible, representa un viejo truco del oficio indispensable para tener éxito en el arte de dominar a las masas o a la muchedumbre irreflexiva que, como ya sabemos, no puede gobernarse a sí misma, a decir por Platón.
No olvidemos que esta masa tosca, burda y ramplona es siempre una presa fácil de los juicios pronunciados de forma apodíctica por estos caciques tercos, sordos y mandones; porque en medio del caos de un sinnúmero de opiniones que hoy emite la sociedad civil surgida de esta crisis, ese tono apodíctico que afirma lo obvio y lo evidente libra a sus seguidores de la exigente tarea de tener que asumir juicios propios. La clave reside en que, por boca de estos caciques, la cualidad apodíctica del tono resulta siempre mas convincente que el contenido de sus argumentos.
Referente a esta estratagema de las emociones, el mejor consejo que los asesores de marketing siempre dan a estos caudillos es el siguiente: “Muestra a tus seguidores y al público en general cuán auténticos y profundos son tus sentimientos, y verás como de la noche a la mañana se vuelven deferentes contigo”.
No hay duda, en estos tiempos de banalidades, trivialidades y futilidades en la política, encubrirse con vehementes afirmaciones que tengan que ver con su sentido del honor, emociones o con sus buenas intenciones y creérselas de verdad es, si se quiere, la mejor receta que estos auténticos mercaderes de “la política de la personalidad” pueden utilizar a la hora de encumbrarse de gloria frente a una masa despolitizada al margen, por supuesto, del coraje y el arrojo que, desde la antigüedad griega, la política siempre ha exigido al ciudadano en su constante lucha por la libertad.
Con todo, no puede haber razón para dudar que estos caciques carismáticos o aquellos que inicialmente imaginados como dionisíacos al final siempre acaban revelándose como apolíneos, hunden completamente el universo de la política cuando, a propia conveniencia y en la de los grupos corruptos que lo apuntalan, adormecen a las masas alborotadas y convulsionadas para montar un orden sosegado y tranquilo a su alrededor.
Pero también hunden a la política cuando fomentan en sus seguidores una escisión valorativa entre lo que son sus más íntimas emociones e intenciones y el verdadero resultado de sus acciones. Una escisión valorativa en la que su legitimidad política depende absurdamente de la percepción que sus incondicionales seguidores tienen de sus propósitos, y no así de sus verdaderos alcances y logros. Un patrón de juicio y de comportamiento infrapolítico muy propio de esa masa despolitizada que hoy secunda a Juan Guaidó y al frente de partidos populistas del G4 que, obviamente, no es compartido ni avalado hoy por la sociedad civil que ha surgido de esta crisis, en libre ejercicio de una “disidencia responsable” propia de este siglo XXI.
Hablamos de una sociedad civil que, sin estar vinculada hegemónicamente a las instituciones de la economía, del Estado o del Gobierno, por autónoma que es, constituye un foco permanente de reflexión critica y de inconformidad ciudadana que hoy vigoriza y fortifica la esfera política venezolana, en un siglo en el que la ciudadanía, la comunicación, la libertad y los derechos se han convertido en el abecé que organiza la vida de las personas. Una sociedad civil que, en aras de una disidencia responsable, ha decidido apartarse de esta decadente idolatría caciquista y caudillista que nos asfixia, para adentrarse así en las sociedades globales y mediáticas del siglo XXI. Una sociedad civil que hoy representa, sin duda, la conciencia de la política y el fundamento de la lucha democrática en Venezuela.