Hacia fines del siglo XVIII aparece el Árbol de la Ciencia. Los tiempos agitados y difusos de la época mal podían dedicarse al estudio de este brillante resumen de toda una cultura. Su autor, el gran sabio catalán Raimundo Lulio, dice que el árbol simboliza todo cuanto existe; toma por insignia de todas las cosas, los frutos, las hojas, los ramos, los brazos, el tronco y las raíces.
Simbólicamente establece diecisiete árboles con los que se “pueden conocer todas las ciencias”. Según su taxonomía, el árbol “elemental” es una cosmogonía completa; el “sensual”, la ciencia de la percepción de los sentidos; y el “imperial”, la política, por ejemplo. Lulio, antagonista del escolasticismo, se enlaza con Bacon y su reflexión corre pareja a la del filósofo inglés.
Pese a haber sido superada, la doctrina de Lulio asombra por la anchura de sus conocimientos y por la exactitud de su método didáctico que puede cotejarse al intento de producir una “máquina para pensar”, como Alberto Magno fabricó una que habla.
El dogmatismo político
El dogmatismo es una escuela filosófica que se opone al escepticismo, el cual supone el error y niega la certeza. En el escepticismo el error y la verdad se confunden en el entendimiento del hombre; por tanto, en muchas ocasiones es necesario suspender el juicio, es decir, no afirmar, ni tampoco negar.
[adrotate group=”7″]El dogmatismo es una serie de verdades que se asumen innegables y, por consiguiente, no pueden ponerse en duda. En religión el dogmatismo se opone al frío análisis de la razón, pues considera que hay verdades incontestables que solo se adquieren mediante la revelación divina.
En lo político, el dogmatismo es, por extensión, la tendencia a considerar ciertos principios de la vida social dogmas inmutables. La fórmula escrita por el político dogmático es exacta, no admite contrastes. Niega el carácter cambiante que tiene la sociedad.
El político dogmático, se queda pegado a las páginas del “Manual” y no consiente que las “ideologías” son solo piedras que atraviesan la corriente de un río, y si están ahí, es para que podamos llegar a la otra orilla; ignora que la otra orilla es la que importa, no las piedras.
El caso de la oposición ecuatoriana
Ciertos grupos políticos en el Ecuador aún no logran quitar el ojo de su propio manual de militancia. Niegan la posibilidad de unirse en un proyecto general que equilibre fuerzas con Alianza País, movimiento que al día de hoy ya no es el mismo de sus inicios. Eso lo sabemos todos, y mejor que nadie el mismo Rafael Correa, que de no suceder algo sobrenatural —como el incremento del precio del crudo—, ya no será candidato a la reelección.
A la visible candidatura de Guillermo Lasso, se le suman otros. Ciertos aventureros, que ya han recibido el like de los suyos para probar suerte el 2017, y aquellos que seguramente buscarán el momento adecuado para hacer lo que les toca.
Los problemas que discutimos no son parvos: la crisis económica, las reformas constitucionales, la flexibilidad laboral sin normas claras, la libertad de expresión…
La oposición ecuatoriana sigue dividida. Y aunque esto preocupa, más lo hacen las declaraciones abiertas y sin ponderación de ciertos líderes que profesan la unidad desde el centro hacia la izquierda. Volvemos al principio, al árbol del dogma, a aquella “frontera natural” entre ellos y nosotros, al mismo error de óptica que se volatiliza enseguida, si lo sometemos a la misma lógica que le dio vida.
Estas líneas no pretenden derrocar el justo derecho a disentir. Bajo ningún concepto. Al contrario, lo que se procura es llamar a una necesaria y más que eso, útil “concordancia” de sentimientos.
Así lo exige la coyuntura. Los problemas que hoy discutimos no son parvos: la crisis económica, las reformas constitucionales, el Issfa, la flexibilidad o adaptabilidad laboral sin normas claras, la libertad de expresión, la Ley de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales; y faltan más.
“La rosa sería soberbia si no hubiese nacido entre espinas”, dice Lulio. La lucha de hoy, por tanto, no es contra “ellos”, es contra el prejuicio, contra la soberbia, contra el ‘dogmatismo político’.
La “concordancia”, en palabras de este sabio, debería superar a la “contrariedad”. Hacerlo, guste o no, es el camino menos malo, porque “ningún hombre, siendo solo, se puede defender de un mal príncipe”. De lo demás se encargó Maquiavelo.