Luego de la caída del Muro de Berlín, la izquierda más radical de Latinoamérica lanzó el ancla sobre una nueva utopía. En el Foro de San Pablo la llamaron Socialismo del Siglo XXI. Es un nuevo patrón populista con el que se procura alcanzar el socialismo de Marx sin recurrir a la lucha armada.
Uno de los libros de cabecera de sus prosélitos es el que lleva su mismo nombre; su autor es el sociólogo alemán Heinz Dieterich, quien se dio el tiempo suficiente para escribir una mélange sociológica e histórico-filosófica acerca del ‘mejor de los mundos posibles’, según aconsejara Gottfried Leibniz y luego ironizara Voltaire.
Tampoco pueden faltar en la biblioteca del revolucionario del siglo XXI los deslavazados pero entretenidos ‘Cuadernos de la cárcel’ de Antonio Gramsci, en los que el ‘intelectual orgánico del proletariado’ procura el dominio social mediante la cultura y la propaganda; ni tampoco las resbaladizas nociones de Ernesto Laclau, quien, en ‘La razón populista’ reivindica a este fenómeno y asume que se trata de una fórmula exitosa de cohesión popular, convirtiendo la crítica en insulto, al sugerir que los legítimos reparos ideológicos hacia éste, son, más bien, tonos denigrantes contra las masas.
Por fin, ocupan, igualmente, un espacio privilegiado la obra de Carl Schmitt: ‘El concepto de lo político’ y la del filósofo brasileño Paulo Freire: ‘Pedagogía del oprimido’. La primera exhorta a dividir a la sociedad entre amigos y enemigos o, entre un consorcio industrial y un sindicato, si por ejemplo, se aplica para una asociación de personas establecida en un soporte económico.
La segunda, por su parte, cree haber encontrado la relación existente entre ‘opresores’ y ‘oprimidos’, entre ‘colonizadores’ y ‘colonizados’, y, por supuesto, su ‘superación’.
De toda este credo se abanderó Hugo Chávez, personaje principal de una ‘democracia caudillista plebiscitaria’ –volviendo con Schmitt-. En 1999 Chávez derogó la Constitución de 1961, íntegramente republicana y de estilo europeo, y la sustituyó por un espantajo jurídico que instauró cinco ‘poderes públicos nacionales’ en un marco general por demás presidencialista.
Basta recordar que gracias a las ‘leyes habilitantes’, Chávez se convirtió en el principal legislador de Venezuela, sin menoscabo del control absoluto que tuvo sobre el legislador natural en una democracia: la Asamblea Nacional.
De todas maneras, la faceta más angustiosa del proceso vino más adelante: la irrupción del totalitarismo, esta vez, sin máscara. El gobierno hizo suya una perspectiva unilateral de la sociedad y del mundo, la que quiso imponer sobre toda la nación.
Los demás enfoques: los ‘burgueses’ o los ‘imperialistas’, desaparecían a manos del ‘Poder Popular’, estructura destinada a imponer por la fuerza la doctrina del ‘cambio’. No hace falta recordar lo que sucedió con los medios de prensa.
Como se sabe la libertad de expresión pasó a ser, como tal vez diría Gustavo Adolfo Bécquer, apenas un ‘rayo de luna’, y Chávez, en concomitancia, un presidente incapaz de abrir la boca sin soltar tacos contra quienes, al menos, querían darle una pátina de respetabilidad a la opinión pública.
El neopopulismo no es política, tampoco ideología. Es algo mucho más poderoso y primitivo: Comercia con la esperanza de la gente; es un genocidio moral sin campos de concentración, pero con el sanguinario exterminio del respeto de un pueblo por sí mismo. Venezuela, por ejemplo, no hace mucho dejó de ser ese país temerario, vibrante y lleno de posibilidades.
Hoy no es más que un Estado fallido, con unas economías quebradizas, vulnerables al caos y al derrumbamiento; con dictadores –el actual y el anterior-, inconmovibles ante la soledad, la dureza y la callada rutina de la migración.
A la revista Newsweek, el candidato a la presidencia de Colombia Gustavo Petro le ha dicho lo siguiente: ‘Si me preguntan si Chávez fue un dictador, digo que no’. Esto significa que Petro le creyó a Chávez, entonces, importa preguntarse: ¿Colombia le cree a Petro?