Ni el más creativo de los analistas pudo prever la magnitud de las traiciones que se fraguaron para remover a Juan Guaidó de la presidencia de la Asamblea Nacional este 5 de enero. El resultado es preocupante: el régimen reconoce como presidente del Parlamento a Luis Parra, pero la comunidad internacional reconoce la reelección de Juan Guaidó como cabeza del Legislativo.
Este martes habrá sesión ordinaria y ambos parlamentarios tienen la intención de presidirla. Es previsible que los organismos de fuerza que controla el régimen respalden a Parra e impidan que Guaidó regrese a la silla que durante un año ha ocupado de manera legítima.
Los diputados que vendieron su voto el 5 de enero se cuentan por decenas. Guaidó logró reelegirse con una cantidad importante de Parlamentarios suplentes que asistieron a la sesión instalada en El Nacional después de que los titulares de esas curules respaldaran a Parra, generando una doble representación técnica que deberá ser esclarecida.
Hoy esa estructura que durante un año hemos llamado “gobierno interino” se enfrenta la mayor amenaza que el régimen ha podido construir para debilitarla. Lo peor es que todo esto pudo haberse evitado procurando la división de poderes que se le sugirió a Guaidó incesantemente.
Justamente porque esa división era imprescindible, una vez juramentado como presidente interino, los partidos del G4 se apresuraron a crear el infame “Estatuto de la transición”, que sometió al poder ejecutivo legítimo a la voluntad de las mayorías en el Parlamento.
Si Guaidó hubiese asumido la Presidencia de la República plenamente, la Asamblea Nacional habría tenido que escoger desde enero del año pasado a un nuevo presidente del legislativo. No obstante, el interino decidió mantener ambos cargos y con ello dio cabida al caos institucional actual.
Debo confesar que me resulta difícil opinar en esta circunstancia, pues me siento llamado a defender la reelección de Guaidó como presidente del Parlamento. No obstante, también me siento obligado a recordar que el balance del primer periodo de Guaidó como presidente no podría ser más lamentable. Su desempeño –que empezó con rasgos heroicos– terminó sumido en la mediocridad producto de un secuestro partidista que él aceptó.
Ahora, un año después de que se le dijera hasta el cansancio que los partidos terminarían hundiéndolo, el presidente interino renuncia a Voluntad Popular. Sin embargo, durante un año completo permitió que cuatro dirigentes lo condujeran hacia la negociación y la cohabitación.
Hoy esos partidos lo abandonaron. Treinta de sus diputados le dieron la espalda. Régimen y oposición comparten vicios y costumbres –entre ellas la traición –.
Sí, se lo dijimos. Advertimos incesantemente que Guaidó se había dejado secuestrar.
Parece que el presidente encargado tuvo que verse trepado sobre una reja en aras de entrar al Palacio Federal Legislativo para entender que su poder no era perenne, y que el acompañamiento —que más bien era una conducción– que se procuró, resultó contraproducente.
Este caos es culpa de Guaidó, pero de alguna manera nos obliga a ponernos de su lado.
Juan Guaidó no merecía la reelección como presidente de la Asamblea Nacional porque traicionó la ruta con la que enamoró al país. Mintió descaradamente y se dejó guiar por los zorros viejos de la política que lo exprimieron hasta dejarlo vulnerable ante un régimen criminal.
Con la inmunidad allanada y sin el reconocimiento del régimen como cabeza del Parlamento, me preocupa muchísimo la suerte que pueda correr Juan Guaidó en las próximas horas.
Hoy Guaidó tiene pocas opciones. Espero que tenga la madurez para saber darle la razón a quienes le advirtieron que esto pasaría y la valentía para alejarse de quienes lo llevaron a una guillotina y lo convencieron de que eso era lo mejor.