En la cocina de mi casa se escucha la voz de un sacerdote que da la bienvenida a sus feligreses. En este caso son solo mis padres, que se disponen a participar de la eucaristía.
Los veo. Les tomo una foto. Esta es solo una de esas escenas particulares que he visto durante estas semanas de confinamiento.
Hace un par de días mi mamá empezó a arreglarse como si fuera a salir. Cosa extraña. No puede hacerlo. No pregunté mucho, pero supuse que algún evento virtual estaba por dar inicio.
Revisé el chat de los tíos y primos Solís, ahí nos comunicamos todas las generaciones de nietos y sobrinos con nuestros tíos-abuelos. Tía Isabel, la matriarca de la familia, acaba de cumplir 85 años, y Jimena, una joven primita, cumple nueve.
Seré perfectamente honesto: mis tíos abuelos llevan años inmersos en los caminos tecnológicos. Forzados quizás por su hermanita menor, Tía Viria, quien hace más de 45 años migró a México y siempre motivó a la familia a comunicarse por la vía más moderna del momento. Cartas, teléfono, correo electrónico, Messenger, Skype, WhatsApp y ahora Zoom.
Mi madre entró en el enlace que mi prima Marcela había enviado desde Panamá. Lo hizo en su celular. Grave error.
– ¡No! Yo quiero una computadora para verlos a todos.
Tuvimos que correr para que la señora tuviera a su disposición una pantalla con suficiente cabida para la tropa que se unía poco a poco, desde todas las latitudes. Todos estamos en cuarentena.
La verdad, el momento es excepcional.
– ¿Por qué no los veo a todos? – pregunta alguna prima que requería de un experto para solventar el inconveniente.
Marcela, quien toma la batuta en estas situaciones, dirigía ágilmente:
– No se preocupen si no se escuchan, yo les tengo el micrófono silenciado a todos.
Alguien tiene que imponer orden.
Mi prima Lidiette, desde México, llora toda la reunión.
Nuestra familia siempre ha sido de reunirse. Somos fiesteros. Nos celebramos unos a otros. Es un gusto heredado de una generación a otra. Hoy la cuarentena frustró cualquier intención de festejo presencial, así que la tecnología nos ha hecho buscar la forma de llenar ese vacío que impone la pandemia.
Afortunadamente, todos estamos sanos.
Me pregunto si mi abuelo, Francisco, a quien no conocí, habría participado de esta reunión. Probablemente sí. Dicen que era muy noble y aún si no hubiese dado un salto a la tecnología, probablemente se habría puesto frente a un teléfono para festejar a su hermana.
Demos un salto temporal. Volvamos al presente.
Mientras escribo este artículo en la sala de mi casa, mis padres siguen conectados en la cocina con una misa junto a su comunidad Neocatecumenal. Durante la cincuentena pascual celebran todos los días una misa a las 19:00, pero deben hacerlo a la distancia, dada la cuarentena.
La primera noche que lo hicieron los señores se saludaban efusivamente, pues llevaban semanas sin verse. Es llamativo verlos sentados, concentrados en recibir la palabra de Dios.
Un “hermano” (como se llaman entre ellos) canta con su guitarra desde casa, otra lee una lectura desde su cocina, y el sacerdote predica desde la sala de su casa donde ha preparado un altar con todas las condiciones para celebrar la eucaristía.
Obviamente mis papás tienen el micrófono silenciado, pues no pueden permitir que se escuche cuando llegamos a la cocina a servirnos la cena o cuando alguno de sus hijos les cuenta chistes para que se rían y que todos sus “hermanos” los vean desconcentrarse. Ellos permanecen estoicos, como si estuvieran en el templo.
Si volvemos a saltar en el tiempo –esta vez hacia el pasado– me encontrarán en una hamaca, hablando por WhatsApp por cuatro horas con Nitu Pérez Osuna y Orlando Avendaño sobre los temas más irrelevantes.
Orlando siempre tiene alguna pregunta doméstica para Nitu:
– ¡Nitu! ¿Si guardo las uvas con el plástico se dañan?
– ¡No! Te duran bastante.
– ¡Nitu! ¿Qué puedo prepararme con dos latas de atún?
– ¡De todo! Mira, saca un poco de mayonesa, mostaza…
– No tengo mostaza.
– Bueno, no importa, con pimienta.
– Tampoco tengo pimienta.
– Bueno, entonces dime qué tienes y yo te digo qué hacer con eso.
– Soy un desastre – concluye Avendaño.
– Es verdad – replicamos Nitu y yo.
A veces nuestras conversaciones se tornan interesantes. En una ocasión llegó un invitado inesperado que nos dijo algo escandaloso.
– ¿Sabían que los diputados quieren darse un pago retroactivo de 5 000 dólares al mes?
De repente nos despabilamos y aquella plática ociosa se convirtió en un debate acalorado. Avendaño decidiría no sacar la información al no poder comprobarla, y el resto es historia.
Si Zoom, Skype y WhatsApp hablaran, contarían barbaridades.
Yo soy un poco de la vieja escuela en estos menesteres: prefiero Skype. Y desde hace algún tiempo esta herramienta ha sido fundamental para nosotros los periodistas, pues nos ha permitido vincular nuestro trabajo de forma eficaz.
Es por Skype que ahora grabo los sábados las Tertulias en cuarentena, una reunión de amigos en la que nos dedicamos a hablar tonterías, pero decenas de miles de personas han decidido sumarse a nuestras entretenidas conversaciones.
Siempre estamos presentes Nitu Pérez Osuna, Daniel Lara y yo, pero nos han acompañado también Orlando Urdaneta, Nehomar Hernández y Patricia Poleo. Esta semana estuvieron también la cantante María Conchita Alonso y el actor Vicente Tepedino.
La verdad, gozamos mucho en estas reuniones.
Mientras en la cocina de mi casa el padre Mariano consagra el vino y el pan, algo me dice que terminaré esta noche hablando de nuevo con Nitu y Orlando.
Me hago una pregunta nada más: ¿Cuándo todo esto pase, seguiremos dedicando tanto tiempo a cultivar la amistad? Espero que sí. Lo contrario sería muy triste.