La detención de Matthew Lee Rupert, de 28 años, por llevar explosivos en las manifestaciones de Minneapolis, acusado por un delito de desorden civil, disturbios y posesión de material explosivo, constata la deriva violenta de las protestas en EE. UU., tras la muerte del afroamericano George Floyd.
Por su parte, el Departamento de Justicia continúa recabando pruebas sobre la posible presencia en las protestas de grupos organizados por la izquierda radical. Una tesis que cada día cobra más fuerza como lo demuestra el hecho de que la policía de Columbus, en Ohio, identificó a un sospechoso que fue filmado cuando entregaba dinero a los manifestantes para “que se amotinaran y destruyeran la propiedad pública”.
De las jornadas vividas en los últimos días cabe extraer reflexiones políticas esclarecedoras. Las manifestaciones ciudadanas ha sido el pretexto utilizado por grupos antisistema para llevar a cabo sus acciones violentas contra las fuerzas del orden público, aprovechándose del malestar de una parte de la población como pretexto para llevar a cabo sus actos vandálicos.
Utilizando el mismo modus operandi, cortes de carreteras, calles y plazas durante larguísimos periodos de tiempo, destrucción de comercios e infraestructuras básicas de primer orden, propagación de barricadas e incendios, especialmente en estados gobernados por demócratas, los violentos han sembrado el caos y la destrucción ante la tibieza de los gobiernos locales que han puesto en riesgo la integridad de los ciudadanos y los agentes.
La estrategia de este radicalismo de extrema izquierda es destruir todo lo que simbolice libertad. Y en el colmo del cinismo, algunos líderes políticos y medios de prensa argumentan que se trata sólo de manifestaciones legítimas e inofensivas.
Esta situación de desorden y rebelión violenta es la prueba irrefutable de la existencia de un terrorismo callejero que crece en los Estados Unidos con la venia del partido demócrata y de algunos medios de comunicación que se encargan de mantenerlo en permanente estado de efervescencia. Algo inaceptable e impropio de un país democrático y civilizado.
Llamando a las cosas por su nombre, el propio gobernador Andrew Cuomo ha reconocido ante los medios de prensa que en la ciudad de Nueva York ha habido en estos días un grave problema de orden público. Y a diferencia de otros líderes demócratas que han intentado restar importancia a la violencia de las manifestaciones, Cuomo cuestionó la forma temeraria en que el alcalde de la ciudad de Nueva York, Bill de Blasio, ha enfrentado los disturbios calificándolo de “desgracia”.
“Use la policía -Nueva York es el departamento de policía más grande de los Estados Unidos- proteja la propiedad y a las personas. Mire los videos”, ha advertido Cuomo al alcalde metropolitano, en un intento de no querer quedarse en la superficie de un problema que reviste enorme gravedad, y que pone en evidencia que detrás de estas revueltas existe una estrategia bien definida que funciona como punta de lanza coactiva para mantener sumisa a la ciudadanía, y que bien podría relacionarse con el terrorismo urbano.
De hecho, de Blasio, el mismo que ha calificado las protestas como “mayoritariamente” pacíficas y que se jacta de la militancia de algunos miembros de su familia en esos grupos de extrema izquierda, se ha negado -a pesar de las recomendaciones de Trump-, a desplegar la Guardia Nacional en la Gran Manzana para ayudar a una policía que se ha visto en ocasiones desbordada por los acontecimientos, sin garantizar el orden y la seguridad de los ciudadanos, y sin aplicar ninguna decisión concreta para evitar la impunidad con la que los delincuentes y el mal llamado movimiento pacífico está saboteando la ciudad, con técnicas organizadas más propias de la guerrilla urbana que de una expresión cívica pacífica.
El alcalde de Nueva York, como también lo han hecho los gobernadores de Minnesota, California y Michigan, los alcaldes de Chicago, Minneapolis, Phoenix, Sacramento o San Louis, por solo citar algunos, han maniobrado con oportunismo para desentenderse de las responsabilidades que les corresponden como representantes políticos obligados a adoptar medidas impopulares, como han tenido que hacer la mayor parte de las autoridades en Estado Unidos.
El partido demócrata y el republicano son los dos grandes partidos que han gobernado en los Estados Unidos por espacio de casi 200 años. Ese papel institucional clave compromete a sus dirigentes a actuar con máxima responsabilidad y mesura. Resulta, por tanto, un enorme despropósito que en la emotividad del momento se pierda el sentido de la realidad y algunos de sus dirigentes se dejen llevar por iniciativa demagógicas, de revancha y de incitación al clima de crispación.
Es el caso de Barack Obama que, aunque ha condenado tímidamente la violencia de las protestas no ha ocultado su apoyo a los organizadores, alentándolos públicamente a protestar contra la autoridad del Estado.
A través de un comunicado virtual, Obama ha llamado a los manifestantes a canalizar su irritación por la muerte de George Floyd como una oportunidad para hacer que los líderes se sientan “incómodos” y presionarlos para que realicen cambios reales en sus políticas.
Pero no ha sido el único. Para echar más leña al fuego, la fiscal general de Massachussetts, Maura Healey, afirmó públicamente que las protestas que arrasan la nación pueden generar beneficios a largo plazo. “Sí, Estados Unidos está ardiendo. Pero así es como crecen los bosques”.
Por su parte, este jueves la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, ha participado en una protesta en el centro de Detroit por la muerte de George Floyd. La máxima representante del Estado evitó condenar los actos violentos que se han producido en gran parte del país.
No parece casual que Jeremiah Ellison, concejal de la ciudad de Minneapolis e hijo del fiscal general del estado, Keith Ellison, esté pidiendo el “desmantelamiento” del Departamento de policía de Minneapolis. La petición de Ellison ya cuenta con el respaldo de la demócrata Lisa Bender, presidente del Consejo Municipal: “Sí. Vamos a desmantelar el Departamento de Policía de Minneapolis y reemplazarlo con un nuevo modelo transformador de seguridad pública”. Minneapolis se encuentra entre las ciudades más peligrosas del país.
Las exigencias de desarme planteadas por estos funcionarios contra los cuerpos de seguridad arrojan incertidumbre sobre el verdadero objetivo en materia de orden público que persiguen algunas fuerzas políticas que participan en la vida política norteamericana.
Los acontecimientos de estos últimos días avalan que no puede haber una solución política que acabe con la violencia en el país si no va antecedida, o acompañada, de una solución policial contra la criminalidad de los agitadores.
Mientras que se contemporiza y se finge, la izquierda radical continúa en su empeño de desatar una guerra civil siguiendo la pauta dictada por líderes demócratas como Ocasio Cortez o el propio Baiden, encantados de alentar a los peores elementos de la sociedad norteamericana con tal de llegar a la Casa Blanca. Con semejante personaje como candidato presidencial del partido demócrata, es prácticamente imposible que la vida pública recupere la normalidad cívica y democrática.
Lo que está ocurriendo es el resultado de décadas de incitación al odio racial y de manipulación, al servicio de la ‘causa progresista’ para mantener viva las esencias más totalitarias del marxismo-leninismo, bajo el modelo de Gramsci. Lo más vergonzoso es que estas acciones que ponen en riesgo el orden público sean justificadas por una buena parte de los líderes de opinión al servicio de una prensa mercenaria, reembolsada por el establishment de la política norteamericana.
No contentos con la impunidad que gozan cada vez que destrozan propiedades ajenas, de acuerdo con la versión de numerosos líderes del partido demócrata, las detenciones son un intento del gobierno de criminalizar su programa político, asociándolo con el terrorismo. Pero en realidad, son ellos quienes se están exponiendo a poner en evidencia esa complicidad, al cerrar filas con los radicales.
Los manifestantes tienen perfecto derecho a protestar para defender sus reivindicaciones, ya sean raciales o de cualquier otro tipo. A lo que no tienen derecho, ni ellos ni ningún otro que participe en una manifestación, es a convertir sus actos reivindicativos en acciones de sabotaje y agresión.
La derrota del radicalismo pasa, como punto de partida ineludible, por el repudio colectivo por parte de los demócratas de quienes buscan desmoralizarlos con sus acciones violentas y debilitar con ello las defensas del Estado democrático. El Congreso, el Senado, la oposición política y el propio gobierno deben dar respuesta a esta estrategia de alteración permanente de la convivencia y violación de las libertades.
Lo que la sociedad espera son soluciones concretas para que el terrorismo callejero no siga imponiéndose en la calle y para garantizar los derechos de los ciudadanos y el respeto a las normas elementales de convivencia.
Sin precisar aun qué tipo de medidas tomarán al respecto, el presidente Donald Trump y el Fiscal General Bill Barr han dicho que perseguirán a los activistas de izquierda conocidos como “Antifa”, tras considerarlos impulsores de la ola de violentas protestas desatada hace una semana en varias ciudades de Estados Unidos.
Pero no es suficiente.
La justicia es el baluarte de la ley y de la Constitución frente a las maniobras políticas de los radicales. La función de las instituciones del Estado, con el Ejecutivo a la cabeza, es garantizar la libertad y la seguridad de los ciudadanos, usando para ello todos los medios a su alcance.
Por ello, la cita del caso Floyd con el juzgado es inaplazable. El Gobierno de Trump está obligado a indagar, explicar y depurar responsabilidades sobre las circunstancias que rodearon su trágica muerte, como también está comprometido a investigar y conocer la identidad y las tramas responsables que se esconden detrás de la violencia callejera desatada en Estados Unidos en los últimos días.
Por todo cabe pedir al gobierno que no sólo aplique el Código Penal a las autores, cómplices y encubridores de los hechos, sino también a todos aquellos que legitimen la violencia contra el Estado democrático, más aún si de su trascendencia se desprende un ataque a la unidad del país y a la seguridad nacional.
Los responsables de esta sórdida mafia criminal que provocó la muerte de Floyd deben ser debidamente procesados, sin que ello represente desacreditar al cuerpo de policía de la ciudad de Minneapolis por su probado espíritu de sacrificio, su profesionalidad ante el deber y su lealtad a los valores constitucionales.
La lucha contra la violencia requiere la máxima coordinación y unidad de acción entre las diferentes administraciones y fuerzas de seguridad del Estado. Y esa colaboración solo puede dar fruto bajo la más absoluta confianza entre las diferentes instituciones democráticas del Estado y niveles de Gobierno y sus corporaciones.
No hay utilidad en la venganza más que en la mente enferma de los rencorosos. En lugar de buscar ventajas electorales con esta tragedia, la clase política norteamericana tiene también que acabar de una vez y por todas con ese imaginario racial con el que se crean escenarios irreales de victimismo sobre la base de una maquinada política de odio entre razas, que por momentos amenaza con convertirse en sistémica.
Uno de los más ilustres intelectuales norteamericanos contemporáneos, Thomas Sowell lo ha definido mejor que nadie: las protestas violentas incitadas por activistas de izquierda perjudican sobre todo a los negros, en tanto los condenan a una posición de víctimas eternas.
La primera responsabilidad de las administraciones es proteger la seguridad y el orden público. No garantizarla repercute no sólo en la calidad de vida de las ciudades, sino también en la firmeza de la democracia.
Trump no puede ceder al chantaje de la violencia, ni al oportunismo de los demócratas y de otros oscuros círculos de poder que aprovechan el río revuelto para lanzar ideas como la necesidad de un cambio político por la vía de la anarquía y de un pensamiento único de izquierda que presume de una falsa superioridad moral.
Confiemos en que la gestión del gobierno contribuya a unir esfuerzos para restaurar el orden constitucional en el país. Por el bien de todos los ciudadanos.