Por Juan Carlos Sánchez:
Un sector de la historiografía postcolonial norteamericana, que ha abordado el período de la Declaración de Independencia, niega la existencia del concepto de nación antes de 1865. Sin embargo, los historiadores Hans Sperber y Travis Trittschuh han reconocido en su obra ‘American Political Terms. A Historical Dictionary’ el uso del término consolidation en el contexto de los debates constitucionales de 1787, articulado en toda una sucesiva discursividad sobre la defensa de la soberanía frente a los conatos secesionistas que tuvieron lugar en la primera mitad del silgo XIX.
Inspirado por Alexander Hamilton -su consejero en asuntos constitucionales-, George Washington defiende “la consolidación de nuestra Unión” en contra de los postulados de Madison que, adelantándose al líder sureño, John Calhoun, advierte que “la consolidación, en su aplicación actual y controvertida, significa la destrucción de los estados transfiriendo sus poderes al gobierno de la Unión” (1).
Durante la Guerra Civil este debate ideológico se exacerba como consecuencia de que la nueva fórmula política y constitucional se construye, por primera vez, sobre la base del enfrentamiento entre dos posiciones: la nacionalista y la de los Derechos de los Estados.
Tras la Declaración de Independencia, la defensa del espíritu de la nación era un ideal minoritario entre la clase política norteamericana. Y no es hasta mediados del siglo XIX que la idea de una unidad nacional aparece claramente en el discurso de la élite política de EE. UU. como una aspiración de orden práctico para enmendar el dilema del estatus nacional sobre la idea de soberanía nacional, legitimada como principio fundacional en la tradición nacionalista de las antiguas Trece Colonias.
Solo con Abraham Lincoln y los unionistas se consigue imponer la tesis de que para constituir una nación moderna y democrática no bastaba con establecer que todos los ciudadanos son creados libres e iguales ante la ley. Antes, y para asegurar esos derechos, era necesario que esa nación instituyera un Estado soberano de unidad en la diversidad, bajo la forma republicana de gobierno cuyos poderes legítimos derivasen del consentimiento de los gobernados.
En su discurso pronunciado en la Antigua Casa Estatal de Springfield, cuando acepta el nombramiento por el partido Republicano como candidato a senador por el Estado de Illinois en las elecciones de 1858, encontramos en Lincoln el primer indicio de la formación de un proyecto nacional: “Una casa dividida contra sí misma no puede seguir en pie. Creo que este gobierno no puede continuar, de forma permanente, mitad esclavo y mitad libre”.
Desde una perspectiva histórica, como subraya Manuel Pastor en su ensayo “Abraham Lincoln: la consolidación de una nueva nación”, la teoría constitucional defendida por Calhoun sobre la soberanía de los estados y de la esclavitud como institución irrefutable, fueron retomadas por Stephen Douglas bajo el nombre de soberanía popular durante sus debates con Lincoln en 1858, lo que suponía “el abandono de los principios morales del derecho natural que habían inspirado la Declaración de Independencia de 1776 y la filosofía del régimen constitucional federal” (2).
Pero no debería subestimarse lo que esas décadas de reformismo constitucionalista implicaron para la formación de la cultura nacional norteamericana. El valor político de la experiencia legislativa de la Declaración permitió entrelazar los discursos que prefigura la base de la futura nación: “… nuestro sistema político no se fundamenta sobre una voluntad política sino sobre un razonamiento moral accesible a todos”.
La tradición política de los Estados Unidos ha sido muy díscola al centralismo federal. El diseño de la estructura nacional pasaba por concebir una representación de gobierno que fuese lo suficientemente fuerte como para proteger los derechos fundamentales del individuo, pero sin que llegase a ser excesivamente arbitrario o monopolizador como para que se convirtiera en opresiva. Por tanto, el debate del establecimiento de un Estado Federal, cuya esfera de autoridad pugnaba con los poderes públicos estatales, fue el tema jurídico-político medular en la nueva nación a partir de 1787.
La Constitución confederada de 1861 -justificada por Calhoun- no resolvía explícitamente el derecho de separación, adaptación un tanto impuesta del derecho natural de Locke a conveniencia de los privilegios separatistas. La tensión entre la aristocracia esclavista sureña y los unionistas trazan las posiciones de un debate que terminaría en un desafío al orden constitucional. El nuevo modelo de país, regido por la plantación azucarera y los intereses comerciales y políticos de los nobles del Sur, sería rechazado primero por Madison, y más tarde por Lincoln.
No es por una fortuita aproximación a la amenaza separatista que un defensor del correcto equilibrio entre el gobierno federal y la democracia local, como Madison, llegase a conclusiones definitivas al respecto: los “derechos de secesión y nulificación eran una manipulación de sus propias ideas por parte de una emergente generación de políticos ambiciosos y sin escrúpulos”, que arrestaron a la nación a la anarquía y la desintegración. Y para ilustrar esta rivalidad, Manuel Pastor cita la tesis de Harry V. Jaffa en su interpretación del pensamiento de Lincoln: “es el historicismo racionalista (los “derechos de los estados”, según Calhoun) y el behaviorismo abstracto y neutral (la “soberanía popular”, según Douglas), sin consideraciones morales, lo que rechazará Lincoln, que se convertirá así en el líder nacional del nuevo partido republicano” (2).
Dos claves del pensamiento de Lincoln son, por un lado, que la fórmula del federalismo integrador unionista era la única que podía garantizar la soberanía integral del pueblo de los Estados Unidos, y, por otro lado, que sólo con un “ejecutivo enérgico” -reivindicado por Hamilton en el artículo 70 de El Federalista- se podía preservar un Estado federal regido por el derecho constitucional. La argumentación de Pastor parte también de esta premisa.
Sin embargo, algunos autores han tergiversado el concepto de federalismo del decimosexto presidente de Estados Unidos por entender que encubre el diseño de una política mercantilista basada en un proteccionismo de corte nacionalista, sufragado con dinero federal. Esta tesis entronca con la usual caricatura anárquica del liberalismo progresista que describe, por lo general, a Lincoln como un benefactor de los Estados del Norte en detrimento de los del Sur, lo que ha llevado incluso a algunos historiadores a justificar la Guerra Civil como un recurso conveniente para el mantenimiento de las libertades frente el poder federal, argumentando, desde la ambivalencia, razones patrióticas de los confederados pero nunca esclavistas.
Para muestra, un botón. En 1861, en su discurso de investidura, el presidente de la Confederación, Jefferson Davis, no mencionó la esclavitud una sola vez. No por azar el historiador McPherson en su obra Abraham Lincoln and the Second American Revolution subraya un nuevo concepto de libertad, plasmada por Lincoln en forma de democracia representativa, en el célebre discurso de Gettysburg, de 1863: “Aquí solemnemente decidimos que estos muertos no han muerto en vano, que la Nación, con la ayuda de Dios, tendrá un nuevo nacimiento de la Libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la Tierra” (3).
La posición de Lincoln frente al secesionismo era muy clara para definir el umbral constitucional legítimo de actuación en cada nivel, federal y estatal, dentro del sistema estadounidense: la consolidación de la Unión no tenía como fin poner barreras a la soberanía popular o a la soberanía nacional, sino proteger a las minorías y a los individuos de decisiones colectivas arbitrarias. Muy a pesar de los ideólogos y líderes sudistas, Estados Unidos había evolucionado de una Confederación basada en el Derecho internacional, a un Estado federal regido por el derecho constitucional.
Con relación al estudio de las ideas liberales sobre los conceptos de nación, colonialismo y esclavitud, algunos historiadores sostienen que el tema de la institución esclavista no era un tema de especial relevancia para Lincoln, ni para los plantadores sureños más preocupados con la amenaza arancelaria. Por argumentada que sea esta posición, no deja de ser una tesis espuria.
A diferencia de los colonos del Sur, que ganaron su señorío en la empresa de la esclavitud, Lincoln debe su prestigio a las buenas acciones por el bien de la patria que exige su condición de ciudadano cívico y defensor del libre mercado, la propiedad privada y la iniciativa individual. La utilidad, que es para Lincoln el fundamento del valor, se debe a la naturaleza, al trabajo y casi siempre a la acción combinada de ambos. De hecho, su ideario económico se vislumbra en su primer mensaje al Congreso, en 1861: “El trabajo es anterior, e independiente, del capital. El capital es sólo el fruto del trabajo, y nunca podría haber existido si el trabajo no hubiera existido antes. El trabajo es superior al capital, y merece un mayor aprecio”.
Anticipándose a Marx, en tanto defensor del trabajo asalariado libre, quedaba claro para Lincoln que la libertad política de la nación suponía la libertad civil de todos los ciudadanos.
El conflicto, que se había planteado en toda su radicalidad durante la revolución de independencia de Estados Unidos, se reproduce domésticamente durante la Guerra Civil con especial discrepancia entre dos derechos naturales, la libertad y la propiedad, que a la vez aplazaban las fronteras entre la libertad civil y la libertad política. Para los esclavistas del Sur, el derecho a la propiedad condicionaba el derecho a la libertad, sobre la base de un autogobierno en la que la libertad política predestinada de los blancos delimitaba la libertad civil de los negros y el estatus de independencia de la nueva nación, en manos de una minoría.
La insuficiente conocida visión histórica de que el concepto de nación de Lincoln generó nuevas formas de ampliación de las soberanías nacionales de los Estados y, por consiguiente, de desaprobación de la esclavitud, encuentra en Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos, una formidable tesis en línea con Alain Renaut en “Lógicas de la nación” (5), a favor del concepto de nación como sujeto civil y político y no exclusivamente como sujeto antropológico o cultural: “El nacionalista cívico y constitucional pone la convivencia, la democracia, el Estado de Derecho, la solidaridad, la paz y los derechos fundamentales por delante de su nacionalismo. El nacionalista étnico, a la inversa, propone primero su sacrosanta causa particular” (4).
Por tanto, el acatamiento del derecho civil de propiedad a los derechos naturales de la libertad y la igualdad no sólo garantizó el contenido abolicionista del discurso de Lincoln frente a la élite política sureña, sino que creó uno de los referentes ideológicos medulares de su programa político para romper con la ambivalencia entre la libertad civil de la ciudadanía nacional y la sujeción política de la nación, al modelo de plantación azucarera como paradigma de la identidad norteamericana de los Estados coloniales.
Contra la supremacía racial o estamental de unos hombres sobre otros, Lincoln articula el constitucionalismo contra la esclavitud y en contra de la deriva ilegal del concepto involucionista de la soberanía de los Estados. Lejos, por tanto, de aceptar Lincoln los postulados de la oligarquía sureña, insiste en defender el principio de que solo en el ámbito de los estados nacionales se logra los pesos y contrapesos jurídicos de una comunidad civil moderna.
En una primera etapa, los límites del abolicionismo de Lincoln estaban fijados por su propia estrategia unionista. Como buen liberal que analizaba la esclavitud como una institución injusta y deshonrosa, Lincoln sabía que esta debía eliminarse, aunque de manera gradual y pactada con los dueños esclavistas.
Finalmente, y cuando la existencia de una corriente republicana consiguió superar las periferias del viejo abolicionismo, Lincoln contrapuso a la cordura racial del liberalismo reformista una propuesta jurídica de abolición inmediata de la esclavitud.
El 1 de enero de 1863 emitió la Proclamación de Emancipación, por la que, en su condición de comandante en jefe, abolía la esclavitud en los territorios sujetos a jurisdicción militar. Dos años más tarde, la 13ª enmienda de la Constitución la abolió en todo el país.
Curiosamente, la primera convención del Partido Demócrata después de la guerra tuvo lugar en julio de 1868 en Nueva York, tres años después del asesinato de Lincoln a manos de un sudista llamado John Wilkes Booth. A la misma asistieron numerosos políticos sureños que habían dado su apoyo a la Confederación y a la política del colonialismo y la esclavitud. Su consigna fue: “This is a white man’s country. Let white men rule”.
Algunos autores han subrayado que Abraham Lincoln anticipa la teoría moderna de desautorizar los modelos secesionistas ajustados a derechos dentro de una filosofía jurídica y política del colonialismo y la esclavitud, en tanto suponía la idea de autodisolución del pueblo que sustenta la Constitución y una amenaza a la democracia, la libertad y la convivencia.
Lincoln interesa por eso, porque su análisis de la Constitución de 1787 -como el embrionario indicador de garantía de las diferentes formas de generación normativa-, el diseño de un sistema financiero sólido, la reconstrucción del ordenamiento jurídico sobre los conceptos de nación, esclavitud y democracia -con sus luces y sombras-, así como el armazón de la República sobre la base de la soberanía nacional, ha probado ser más profundo y perdurable de lo que muchos creen y sostienen.
Referencias:
(1) Hamilton, A. El Federalista, FCE, Méjico D. F., 1943, p. 34.
(2) Pastor, Manuel. “Abraham Lincoln: la consolidación de una nueva nación”. La Ilustración Liberal. No 39.
(3) McPherson, James M. (1991). “Abraham Lincoln and the Second American Revolution”. Oxford: oxford University Press.
(4) González-Trevijano, Pedro. ABC. 30/01/2004
(5) Renaut, Alain. “Lógicas de la nación”, en Gil Delannoi y Pierre-André Taguieff, Teorías del nacionalismo, Barcelona, Paidós Ibérica, 1993, pp. 37-62.