En la noche del 14 abril de 1931, el Rey Alfonso XIII salió de Madrid hacia Cartagena (Murcia) y desde allí marchó para Marsella a bordo del crucero Príncipe Alfonso en el que se trasladaría luego a París. Atrás dejaba la proclamación de la Segunda República. Dos días antes, Juan Bautista Aznar-Cabañas, último presidente del Consejo de Ministros de la monarquía, pronunció una frase que, a la luz de los acontecimientos actuales, conserva toda su vigencia: “¿Que si habrá crisis? ¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se despierta republicano?”
El pasado 2 de agosto, el exjefe de Estado español, Juan Carlos I, tomó la decisión de abandonar España, víctima de una brutal campaña de linchamiento político y mediático. Su extraña determinación -presumiblemente forzada por Moncloa- abre la puerta a que el gobierno de Pedro Sánchez active su plan de desmantelamiento de la Monarquía para ir a un cambio de régimen.
Si llega a prosperar el guion de Sánchez, -como parece que ocurrirá- la Monarquía podría tener sus días contados. Una operación que cuenta con la complicidad de la agrupación de extrema izquierda, Unidas Podemos, y el beneplácito del resto de las fuerzas separatistas, contrarias al modelo político que posibilitó la Constitución de 1978.
Que los círculos antisistema aprovecharan este momento para desmontar los cimientos de la monarquía parlamentaria, era algo esperado. Pero que el partido socialista, referente del sistema de alternancia de la democracia española, se preste para traicionar el espíritu y la letra de la Constitución, demuestra la deriva del orden constitucional que padece el país.
¿Es consciente el pueblo español de las consecuencias que esto acarrearía? Creo que no.
Fruto de la Transición política, la Constitución de 1978 se convirtió en la norma suprema del ordenamiento jurídico que rige a los poderes públicos y a los ciudadanos de España. Elaborado por representantes de las principales fuerzas políticas (desde la izquierda más extrema hasta los propios ministros de Franco), el 31 de octubre de aquel año el Congreso de los Diputados y el Senado aprobaron, con el voto mayoritario, el texto constitucional que fue refrendado el 6 de diciembre y en el que se declaraba a la Monarquía como la forma política del Estado, libremente asumida por todos los españoles.
“El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales…”, reza el artículo 56 (Titulo II) de la Carta Magna.
A partir de ese momento, Juan Carlos I, heredero del trono tras la abdicación de su padre y la muerte de Franco, fue desprovisto de todo poder ejecutivo en el proceso de la Transición por parte de las Cortes y la Constitución que de ellas emanó.
La deuda -por llamarlo de alguna manera- de legitimidad democrática que algunos entonces reprocharon al rey se saldaba con el referéndum mayoritario de la Constitución. Y ese consenso tácito fue -y continúa siendo- amparado por el pueblo.
Del mismo modo, la Constitución contribuía a resolver en buena medida muchos de los contenciosos históricos que dividían a la nación. Y lo consiguió con un brillante ejercicio de síntesis que engloba los conceptos de Monarquía y República: España es custodiada por un rey que tiene un poder representativo, moderador, sin ningún tipo de autoridad ejecutiva, que ejerce como Jefe de Estado en tanto símbolo y representación para ofrecer estabilidad, seguridad y equidad al sistema.
Desde entonces, los españoles saben -y lo aprueban- que la Monarquía no es necesario votarla en las urnas y que es patrimonial. De hecho, como avalan numerosos estudios de opinión que se han hecho en los últimos años, la apoyan de manera sincera y voluntaria como una institución parlamentaria, útil y moderna, que transmite seguridad y proporciona más ventajas que inconvenientes.
Los españoles conocen también que algunas monarquías han sido un verdadero desastre a lo largo de la historia; pero que algunos reyes -como es el caso de los dos que han gobernado después de la Transición- han dado al país el período más largo de convivencia, estabilidad democrática y bienestar de su historia, a diferencia de las dos experiencias republicanas que han tenido lugar en España y que terminaron en una verdadera catástrofe institucional, incapaz de garantizar la convivencia y las libertades constitucionales.
Curiosamente, cuando se les pregunta a los ciudadanos por qué dudan tanto de la experiencia del modelo republicano que se utilizó en los años 30, los bien informados coinciden en señalar las amenazas que liquidaron la Segunda República, extraviada en una especie de Estado totalitario al estilo del modelo soviético.
Tras la decisión de Juan Carlos I de abandonar España el debate entre Monarquía y República ha saltado nuevamente a la primera plana política y social, en un momento en el que la institución monárquica no goza de una gran simpatía entre los antisistema de la izquierda radical, apresurados en poner en marcha un proyecto republicanista para reventar el país en identidades engañosas y excluyentes.
¿Por qué el tiranicidio que traman Sánchez-Iglesias constituye un operativo mediático que no responde a las necesidades ni a las exigencias reales de los españoles?
Las encuestas publicadas en los últimos meses no muestran que la Monarquía sea una preocupación para la sociedad. El barómetro de julio, elaborado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) -nada sospechoso de reflejar estadísticas oficiales amoldadas al gobierno-, reflejó que solo el 0,5 por ciento de los encuestados citaban la Corona como un problema, a tenor de las informaciones que apuntaban a posibles delitos fiscales cometidos por el rey emérito.
España no necesita de un debate engañoso sobre la jefatura del Estado, en un momento además en que todos los esfuerzos del país deberían estar dirigidos a superar los grandes retos que plantean el problema de la pandemia del coronavirus, la precariedad del modelo económico y laboral o el conflicto secesionista.
Extraña que el partido socialista y las fuerzas políticas de izquierda que le acompañan en el gobierno, la mayoría de ellos juristas, politólogos, tecnócratas y algunos educadores, sigan sin entender cuáles son las reglas básicas de la democracia y el papel de las instituciones democráticas en ella. En España hay una especie de plebiscito implícito diario que sostiene a la Corona, no así a los partidos políticos que deben someterse a la voluntad de las urnas cada cuatro años. Si la opinión publica estuviera mayoritariamente en contra de la Monarquía, por su propia naturaleza normativa, la Constitución podría ser modificable según las normas que su propio articulado contiene, en el caso de que el pueblo en uso de su soberanía decidiera emprender esa reforma.
Asimismo, y haciéndonos eco de lo que opinan muchos españoles, a diferencia de otros países, la monarquía parlamentaria tiene una serie de ventajas comparativas respectos al sistema republicano. La continuidad, la estabilidad que ofrece la institución, el establecimiento de un arbitraje, de un poder como moderador y forjador de consensos, que es además apartidista, es solo comparable con la británica.
El propio exvicepresidente del gobierno socialista, Alfonso Guerra, ha reconocido recientemente que “la monarquía española, la actual, la de Don Juan Carlos y Don Felipe VI, es la única que se ha sometido a referéndum popular y que ha sido aprobada por el 90 % de los españoles”.
Los reyes cumplen una misión, unas funciones que se les ha confiado. Si la Monarquía -primero con Juan Carlos que pasará a la historia por haber reconciliado a los españoles y por haber devuelto la soberanía al pueblo, y luego con Felipe VI, que disfruta de gran respaldo popular por su intachable hoja de servicios- deja de cumplir sus ocupaciones, sería indefectiblemente eliminada por el mismo pueblo que hoy la consiente.
Una reforma constitucional puede modificar cualquier título de la Constitución por el procedimiento que la propia Carta Magna disponga. Dicho de otra forma, el texto constitucional no impide en ninguno de sus artículos que el pueblo se manifieste en contra de la institución monárquica. El día que España un rey sea un obstáculo para el correcto desenvolvimiento de las instituciones democráticas, ese día las propias Cortes Generales se encargarán de prescindir de quien no representa ya la unidad y la permanencia del Estado social y democrático de derecho.
Suele afirmarse que, con la monarquía parlamentaria, el pueblo español tiene dos ventajas representativas: un pueblo soberano que elige a sus gobernantes periódicamente y los controla con todas las consecuencias. Y una institución apartidista, fiscalizada por el pueblo en sus comportamientos éticos y jurídicos, que forma parte de una serie de procedimientos y reglas del juego aprobadas por la mayoría y que legitiman el origen del poder y sistematizan su ejercicio en forma de valores, principios y derechos.
Además de ser símbolo de unidad interior del pueblo y permanencia del sistema democrático, su figura representa neutralidad en su gestión al no favorecer intereses de grupos políticos, sectoriales o de presión alguno, en el funcionamiento regular de las instituciones.
Entonces, ¿por qué el gobierno sociocomunista de Sánchez-Iglesias se empeña en aniquilar el modelo político que, con más luces que sombras, le ha funcionado a España en los últimos 42 años?
El republicanismo, tanto en su versión de la extrema izquierda, radical y subversiva, como la esgrimida por los socialistas, ahora en fase utilitaria y pragmática tras haber conseguido llegar al poder mediante el recurso sistemático del oportunismo, representa sin duda el principal problema político de la España de nuestros días porque se trata de una amenaza directa al orden constitucional.
Tratándose de acabar con la forma política de Estado elegida por todos los españoles, la línea divisoria entre la izquierda y la extrema izquierda apenas se distingue. Las dos principales familias políticas en el poder, socialistas y comunistas-separatistas, están de acuerdo con la tesis de marcado carácter populista de que a los españoles hay que quitarle la tutela monárquica para que sean esencialmente soberanos.
Aunque Sánchez haya matizado en los últimos días que su partido es leal a la Constitución, con la connivencia de Iglesias su gobierno personifica una regresión hacia un sistema de izquierda radical que hace de la confrontación monárquica el eje de su discurso político. Su estrategia es fragmentar, desacreditar a las instituciones, radicalizar a los españoles en bandos extremos para dinamitar el normal funcionamiento del equilibrio democrático.
Por ello, para los sectores extremistas que defienden el modelo de la República, la Monarquía es una institución anacrónica y medieval que no encaja en ningún sistema democrático, convertida durante el proceso de la Transición en una institución blindada bajo la que se ampararon toda una serie de fuerzas políticas e instituciones como la iglesia católica que habían sostenido al franquismo. Y para escenificar esa hostilidad, argumentan que a partir del pacto del 78 derivan una serie de hipotecas que no son democráticas como es el mantenimiento del estado confesional y la figura impuesta del jefe del Estado.
En lugar de aportar razones convincentes al debate, lo que el extremismo republicano está haciendo es maniobrar con torticeras patrañas que mueven al insulto. Algo que no se corresponde con el papel institucional clave que debería practicar el partido socialista para que sus dirigentes actúen con máxima responsabilidad y mesura en un caso de tanta trascendencia nacional. Sería un enorme disparate que en la susceptibilidad del momento se perdiera el sentido de Estado y los líderes de las principales fuerzas políticas se dejasen llevar por iniciativas de revancha y de retorno al clima de crispación que precedió al periodo de la Transición, felizmente superado.
Desde el punto de las garantías constitucionales y del carácter representativo de la democracia española, la institución monárquica ofrece probada confianza al pueblo español. Otra cosa es usar el debate de Monarquía-República como instrumento retórico y pretexto de descarríos plebiscitarios para fomentar el tema del separatismo en contra de la unidad nacional.
Si el ofuscado propósito de Sánchez-Iglesias y los separatistas tuviese éxito y la Monarquía se apartase de su matriz histórica y constitucional como forma política del Estado, los españoles sufrirían una amputación representativa e institucional irreversible y de gravísimas consecuencias. De ahí que la decisión del exmonarca de abandonar España -voluntaria o impuesta- exige que se investigue hasta dónde puede haber llegado el control político en el caso de las decisiones representativas, sobre todo las que afectan a los cometidos y competencias del jefe del Estado.
Todo esto no ocurre por azar. Detrás de este maquiavélico plan, podría esconderse una transformación gradual de la monarquía parlamentaria y constitucional en una partitocracia, establecida sobre la base de una amañado andamiaje político y jurídico utilizado por los partidos para adueñarse y repartir, a su conveniencia, los cargos de las principales instituciones democráticas y los órganos constitucionales. Una labor de confiscación de la que no escapan medios de comunicación -públicos y privados-, además de sectores influyentes de la sociedad civil.
El problema de fondo es que una buena parte de los líderes del ejecutivo español consideran a la jefatura del Estado un poder no electo; y que la existencia de instituciones independientes -elegidas por el pueblo- no les parece, en realidad, apropiadas para su soñado proyecto de gobierno totalitario, en el que su oligarquía partidista asumirá el rol de una soberanía impuesta.
Que el presidente del Gobierno, sus ministros y los medios de prensa afines miren para otro lado cuando los comunistas y separatistas preparan el patíbulo y queman retratos del Rey sin que actúe la Fiscalía, o que su vicepresidente, Pablo Iglesias afirme que “la huida al extranjero de Juan Carlos de Borbón es una actitud indigna de un exjefe del Estado y deja a la monarquía en una posición muy comprometida”, demuestra que desde la cúpula de los diferentes partidos de ese país se gobierna en los márgenes de la democracia.
Sean maestros de la hipocresía para expresar en público una cosa y luego la contraria en función de sus intereses personales, sean algunos más populistas o políticamente correctos y otros metidos en su papel de ‘policías malos’ proponiendo organizar un plebiscito “para que el conjunto de la ciudadanía se pueda pronunciar y decidir sobre la forma de Estado”, todos -absolutamente todos los que participan en esta puesta en escena-, buscan servirse de la democracia para llegar al poder y luego imponer su modelo de Estado. O lo que es lo mismo: romper de facto la unidad nacional consagrada en la Constitución para reemplazarla por una República de corte autoritaria.
Gregorio Peces Barba, expresidente del Congreso de los Diputados y ponente de la Constitución, decía con mucha razón que “la existencia de una Monarquía, que no es ni legislativo, ni ejecutivo, ni judicial, y que expresa la unidad y la permanencia del Estado, es uno de los grandes aciertos, que se ha completado por el hecho de la impecable actuación de su Majestad el Rey”.
Averiguar lo que haya sucedido acerca de las cuentas bancarias y los fondos asociados al exjefe del Estado depende de un proceso que se desarrolla desde hace tiempo en dependencias del Ministerio Fiscal, que deberá realizarse con todo los procedimientos y las garantías que exige la legislación española, respetando los derechos de todos los ciudadanos, también de los que están bajo investigación -como es el caso de Juan Carlos I- sin perjudicar su presunción de inocencia.
Pero de ahí a que la demagogia de algunos líderes políticos y la manipulación periodística se presten a confundir la decisión del exmonarca con un debate oportunista y carroñero sobre el futuro de la Monarquía, pone al descubierto a los que quieren volver sobre los pasos de una crispación que había sido borrada por la concordia constitucional de 1978.
Si la calidad democrática de un país se mide por el respeto hacia sus instituciones democráticas, la naturaleza democrática de un partido político se calibra según el respeto que manifiesta hacia las normas constitucionales. Lo que este debate pone de relieve es la deriva excluyente y sectaria que ha tomado el republicanismo en España, que, a la vez, y paradójicamente, encuentra una sorprendente justificación en la misma izquierda que denuncia con cinismo los debates sobre la unidad de España y las libertades constitucionales cuando proceden de la derecha.
Hoy, evitar la desintegración de España pasa, como punto de partida inexcusable, por potenciar la solidez, el contrapeso y el prestigio de sus instituciones y por el repudio, desde estrategias de unidad y coherencia política, contra quienes buscan debilitar desde posiciones rupturistas las defensas del Estado democrático.
De dar por bueno lo que dicen algunos expertos, la postura del gobierno con la confabulación de las fuerzas antisistema que lo apoyan supone de hecho poner la credibilidad de la Monarquía bajo una especie de libertad vigilada, a expensas de lo que aparezca o deje de aparecer en la investigación fiscal que se lleva a cabo sobre las cuentas de quien es considerado “piloto de la transición democrática”.
De la misma forma, tenemos que lamentar la opaca contribución del principal partido de la oposición, el PP, y sobre todo de la presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet Lamaña, a esta crisis institucional sin precedentes en la política europea. La tercera autoridad del Estado -que muy a menudo solicita mesura para la institución que preside- debería predicar con el ejemplo a la hora de exigir respetabilidad para la Jefatura del Estado y para el marco constitucional en la que ésta se cimenta.
La competencia para abrir un debate sobre una posible reforma constitucional o sobre la viabilidad de la Monarquía, reside en las Cortes Generales, representantes del pueblo español. Solo al pueblo -y no a un sistema partitocrático corrupto que ha acaparado el reparto de órganos constitucionales por cuotas de partido- corresponde definir en el momento oportuno qué aspectos deberían renovarse de una institución que ha prestado probados servicios a la ciudadanía, y de la que es vital su papel moderador y su liderazgo moral para superar estos tiempos de agitación y desconcierto.
Pero para ello, en lugar de guardar silencio cómplice ante la maniobra antimonárquica de las fuerzas antisistema poniendo alfombra roja al republicanismo, Felipe VI debe cambiar los asesores que le rodean y decidir a qué cartas juega a partir de ahora para defender el puesto de jefe del Estado que el pueblo español le ha encomendado. Esta es una tarea para la Corona y para la sociedad española en la que, reitero, el Gobierno -ni los partidos que lo forman- no tienen por qué desempeñar el papel de protagonista.