Mientras en el mes de mayo de 1945 Alemania se rendía a las fuerzas de los Aliados y Berlín era ocupada por las tropas del Ejército Rojo, al igual que casi toda Europa Oriental, y los soldados de lo que restaba de la Wehrmacht se rendían en masa a los aliados occidentales para evitar caer en las garras del terror rojo, Japón resistía.
Un imperio languideciente pero todavía combatiente resistía fieramente contra las tropas Kuomintang y del ejército comunista de Mao en China; resistía en contra del avance de las tropas británicas, neozelandesas y australianas respaldadas en el norte por el generalísimo Chiang Kai-Shek en Birmania, y resistía en el Pacífico frente a la ahora mayor potencia marítima del mundo, Estados Unidos.
Aunque la victoria era una cuestión de tiempo para los aliados, su costo en vidas humanas era inadmisible. En China, aunque las maniobras diplomáticas de Patrick J. Hurley habían llevado a comunistas y nacionalistas a entablar negociaciones en 1944, un esfuerzo integrado de guerra chino estaba lejos de ser una realidad. Las tropas del Kuomintang todavía se estaban recuperando de la Operación Ichi-Go de 1944, cuando el generalísimo perdió más de 300 000 hombres a su mando y los norteamericanos varias bases aéreas desde donde despegaban los aviones fortaleza B-29 para bombardear a Japón.
Era tal el estado de degradación de los ejércitos en china que los reclutamientos forzosos entre comunistas y nacionalistas eran comunes. Para sostenerse, ambos bandos impusieron una tasa sobre el grano que castigaba a la población fuertemente y sus cuarteles eran un órgano de corrupción y favoritismo político. Chunking, la capital del Kuomintang, en palabras de Theodore H. White, era «un tugurio que se encontraba apenas a un kilómetro de distancia del cuartel general del Ejército de los Estados Unidos que ofrecía whisky adulterado y putas sin adulterar». La situación de la China comunista era igual de dramática, la vida campesina estaba lejos de ser idílica y el opio se había convertido en la principal fuente de recursos de Mao para financiar su ejército. Por el lado de Japón, todavía había cerca de 1 000 000 de soldados en China cometiendo toda clase de atrocidades sobre la población.
Japón era una nación decidida a perecer en esta guerra y sus tropas dispuestas a hacer cualquier cosa antes que rendirse. La férrea resistencia en Okinawa y en Iwo Jima le dieron muestra al alto mando norteamericano que la toma del territorio nipón les saldría cara.
Los planes norteamericanos de invasión al archipiélago japones consistían en dos operaciones: la Olympic, que tomaría la isla de Kyshu al sur del archipiélago, en el mes de noviembre de 1945; y la Coronet, para invadir la isla principal de Honshu a comienzo del mes de marzo de 1946. Para las dos operaciones conjuntas el alto mando americano esperaba una total de 350 000 bajas. El comandante de la Armada, el almirante Ernest King, y el general de la Fuerza Aérea, Hap Arnold, estaban a favor de cercar las islas niponas y continuar la extensiva campaña de bombardeos sobre suelo japonés para llevar al imperio a rendirse por el hambre. Sin embargo, Douglas MacArthur y el Ejército de los Estados Unidos no estaban de acuerdo, pues esta rendición podría tomar años y significaría dejar morir de hambre a los prisioneros de guerra norteamericanos y de la Commonwealth británica que allí se encontraban.
Las preocupaciones del alto mando no eran menores, el Ejército japonés estaba decidido a combatir hasta el último hombre. Con una retorcida inspiración en el bushidō, el código del samurái, en el manual de Instrucciones para el Servicio Militar del Ejército Imperial, escrito por el dictador de facto Hideki Tōjō, se leía: «No sobrevivas en la vergüenza como prisionero. Muere tras de ti para asegurarte que no has dejado rastros de ignominia». Los preparativos para la invasión americana estaban en marcha en suelo japones. El miedo irracional a una revuelta comunista, un bizarro sentido del honor y la posibilidad de que los americanos derrocaran al emperador hizo que el Estado Mayor Japonés tomara la decisión de combatir hasta el final. Hubo algunos intentos de paz. El Gobierno nipón se acercó a Stalin para que hiciera de mediador con los estadounidenses, ignorando que este le había prometido a un moribundo Roosevelt que atacaría a los japoneses en Manchuria una vez terminada la guerra en Europa.
Como el Volkssturm en Alemania, en Japón se formó el Cuerpo Patriótico de Lucha Ciudadana, muchos de sus miembros armados con solo lanzas de bambú, muchos entrenados para atarse cargas explosivas y arrojarse a los tanques cuando llegaran, y muchos otros presionados a inmolarse en aras de su emperador.
Los estadounidenses no tenían ninguna duda de la voluntad de inmolación de los japoneses con tal de causarle el mayor daño posible a su enemigo. Con horror contemplaron oleadas de hombres sucumbiendo al fuego de las ametralladoras batiéndose al grito de banzai. En el Pacífico sufrieron incontables daños y pérdidas producto de la abatida de los pilotos kamikaze, quienes en un último acto de devoción a su emperador estrellaban su avión a toda la velocidad posible contra algún acorazado o, mejor aún, un portaviones.
El 16 de julio de 1945, en Alamogordo, Nuevo México, el Proyecto Manhattan culmina en la primera detonación exitosa de una bomba atómica. El equipo de científicos liderado por el brigadier general Leslie R. Groves y el físico Enrico Fermi le habían dado a Estados Unidos un arma que aseguraba no solo la rendición nipona, sino el dominio del nuevo contexto geopolítico mundial.
Tras varias deliberaciones se eligieron dos ciudades que no habían sido especialmente afectadas por la ola de bombardeos norteamericanos a Japón, Hiroshima y Kokura. La primera sería bombardeada y en caso de que el Gobierno japonés no cediera le seguiría Kokura.
En la mañana del 6 de agosto tres aviones Superfortaleza B-29 se avistaron en el cielo de Hiroshima. Dos de ellos con cámaras y monitores para registrar el impacto del bombardeo, y el tercero, el Enola Gay, cargaba la devastadora bomba conocida como Little Boy. A las 8:15 de la mañana el Enola Gay abrió sus compuertas y dejó caer la bomba sobre los cielos de Hiroshima, un minuto después 100 000 personas morirían al instante evaporados por la fuerza y el calor de la explosión, miles y miles lo harían después producto de las quemaduras y las complicaciones por la radiación.
Al escuchar las noticias de la bomba atómica Stalin apresuró sus divisiones y el 8 de agosto comenzaba la invasión Soviética a Manchuria, que pondría fin al dominio japonés en China. Los americanos, por su parte, desplegaron miles de panfletos por el aire en los que le advertían al pueblo nipón sobre la brutal arma que acababan de usar y le pedían que presionara a su Gobierno para que solicitara la paz.
El 9 agosto Tokio seguía sin dar respuesta alguna, por ende, se tomó la decisión de bombardear Kokura. Debido a las malas condiciones meteorológica, junto con el humo de los incendios causado por el bombardeo de otras ciudades que limitaba fuertemente la visibilidad sobre Kokura, llevo al alto mando a cambiar la ciudad objetivo, sería Nagasaki. Ese mismo día se dejó caer la segunda bomba atómica, Fat Man, sobre la ciudad de Nagasaki matando a cerca de treinta y cinco mil personas al instante.
El emperador, conmovido por los acontecimientos, convocó a los miembros del Consejo Supremo y dijo que Japón debería aceptar los términos de rendición de la Declaración de Potsdam, siempre y cuando se preservara a la dinastía imperial y su sucesión.
El mensaje fue transmitido y estudiado por la Casa Blanca, donde hubo opositores que se sostuvieron en que no debía haber concesión alguna con Japón, pero Henry L. Stimson, secretario de guerra de Truman, insistió en que se les debería permitir a los japoneses esta concesión, pues sería la única forma de que millones de soldados, tanto en suelo nipón como en el exterior, se rindieran sin oponer resistencia.
Las negociaciones continuaron por días mientras los bombarderos norteamericanos seguían devastando las ciudades japonesas, eso sí con bombas convencionales, mientras que los soviéticos avanzaban al interior de China y las tropas de la Commonwealth y el Kuomintang hacían lo propio en Birmania.
El 14 de agosto el emperador optó por la rendición y decidió grabar una alocución dirigida al pueblo japones para que la aceptaran. Esa noche el Palacio Imperial fue asaltado por tropas golpistas fanáticas comandadas por Kenji Hatanaka, en un intento desesperado por evitar la rendición y destruir la grabación del emperador. No encontraron nada y al verse rodeados Hatanaka no encontró más solución que el suicido. Cientos de miembros del Alto Mando japonés le seguirían a futuro.
El 15 de agosto al medio día el pueblo japonés escuchó por primera vez la voz de su emperador instando a sus fuerzas a rendirse a las tropas invasoras. Miles de soldados japoneses recibieron con extremo dolor las palabras de su emperador, muchos se arrodillaron al escuchar la voz del divino Mikado, otros se suicidaron y algunos pilotos despegaron en una última misión, suicida en este caso, contra las fuerzas navales americanas, pero la mayoría fueron abatidos antes de que lograran hacer algún daño.
El 30 de agosto las fuerzas norteamericanas desembarcaron en la isla de Yokohama para comenzar la ocupación del derrotado Japón. Durante los días siguientes las autoridades japonesas denunciaron mil trescientos treinta y seis casos de violación en esta provincia y en la región cercana de Kanagawa.
La rendición oficial de Japón ocurrió el 2 de septiembre de ese año en el acorazado Missouri frente a las costas de Yokohama. Ese día la delegación de Japón, presidida por el ministro de Asuntos Exteriores, Mamoru Shigemitsu, firmó la rendición formal de Japón ante los ojos de un victorioso MacArthur, quién pasaría a estar a la cabeza del Gobierno de ocupación.
Con esta firma se dio fin a la guerra más terrible que ha conocido la humanidad y comenzaría una era marcada por las rivalidades de las dos grandes superpotencias que resultaron del conflicto la Unión Soviética y los Estados Unidos de América. Época que luego sería conocida como la Guerra Fría.