Cuando en enero del año 2004 un periódico iraquí publicó una lista de 270 personas de 40 países diferentes que se habían enriquecido de forma ilegal a través del programa de las Naciones Unidas Oil For Food, la burocracia internacional se estremeció. Para sorpresa de muchos, la ONU liderada por Kofi Annan el mismísimo Premio Nobel de Paz del 2001, había permitido que a través de un programa que admitía la venta de petróleo por parte del gobierno de Iraq a cambio de alimentos y medicinas, terminara de alguna forma por sumarle unos billones de dólares a las ya abultadas cuentas del dictador iraquí Saddam Hussein.
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Sin lugar a dudas este escándalo bochornoso manchó el nombre de las Naciones Unidas, puso en entredicho su pulcritud. Para lamento de muchos, no fue el primero ni el último de su tipo.
Aunque en el actual proceso con las FARC la mayoría de la prensa y la academia colombiana le hayan otorgado a las Naciones Unidas el estatus de infalibilidad incorruptible e inmune al escepticismo, lo cierto es que esta organización internacional lleva a cuestas un prontuario extenso de escándalos que manchan su reputación.
Dentro de los ejemplos más memorables se encuentra la investigación realizada por la periodista británica Linda Melvern a través de la cual acusó a Boutros-Ghali, Secretario General de la ONU entre 1992 y 1996, de haber facilitado una multimillonaria venta de armas a Ruanda durante su tiempo como ministro en Egipto; el reconocimiento del propio Kofi Annan que las escándalos de violaciones y abusos sexuales durante el despliegue de las misiones de esta organización continuaban creciendo a pesar de todas las medidas correctivas y el arresto a John Ashe, embajador de Antigua y Barbuda y Presidente de la Asamblea General de la ONU durante el año 2013, acusado de recibir sobornos multimillonarios para avanzar la agenda de empresarios chinos y obtener apoyo para un centro de conferencias de la ONU en Macao.
Por supuesto, esto de ninguna forma significa que debe asumirse que todo lo que hace la ONU está manchado por la corrupción, mucho menos quiere decir que debe prescindirse del principio de buena fe con los funcionarios de la ONU. El hecho de que existan malos precedentes en una organización, que además cuenta con buena prensa y tiende a escapar del escrutinio público, debería bastar para comprender que la ONU es solo una organización política como cualquier otra, compuesta por seres humanos de carne y hueso, con intereses y diferentes formas de entender al mundo.
Por este motivo, cuando en marzo del 2017 las Naciones Unidas manifestaron oficialmente ante los medios de comunicación que tenían 14.000 armas inventariadas de las FARC para, tan solo dos meses después, explicar que repentinamente se trataba solo de 7.000, se debió encender una alerta roja para todos, especialmente para aquellos que apoyan el proceso. Si de alguna forma las personas que apoyan la implementación de los acuerdos con las FARC, piensan que al ignorar al elefante en la habitación le están haciendo un favor al proceso, se equivocan.
Los primeros que deberían estar haciendo las preguntas difíciles y exigiendo mayor seriedad en cada paso del proceso deberían ser justamente los que lo apoyan, incluyendo periodistas y académicos. Por esto, de ninguna manera en la discusión pública el argumento de “confiemos en la ONU a pesar de todas las inconsistencias” es suficiente.
Tampoco es suficiente, como afirma María Isabel Rueda en su columna del 02 de julio, que lo de menos es el número de armas porque de cualquier forma se tiene a unas 7.000 personas dispuestas a no matar. Esta idea, aunque válida, cuenta con tres problemas: en primer lugar, porque la diferencia entre los ingresos de las FARC y sus gastos en guerra, vinculados por supuesto al gasto en armamento, debe dar un estimado del dinero que tiene la guerrilla para reparar a sus víctimas, algo sobre lo que, dicho sea de paso, tampoco se tiene claridad. En segundo lugar, porque la información falaz mina aún más la credibilidad del gobierno y da paso a todo tipo de teorías y especulaciones sobre un acuerdo paralelo que solo conocen el gobierno y la guerrilla. En tercer lugar, porque de acuerdo con el CERAC en el 63 % de los territorios que contaron con presencia violenta de las FARC los homicidios aumentaron o se mantuvieron igual, por lo cual no es un problema menor que al mercado negro de armas ahora se le sumen los fusiles y cartuchos que las FARC no entregaron.
Así que permítanme decirles que ser un escéptico informado y mantener serias dudas sobre la información que provee el gobierno y la ONU no es ningún vicio. Y que tragarse trozo a trozo cada pedazo de información, por incongruente que sea, solo porque es la ONU, no es ninguna virtud.