Con excepción de ciertos periodos históricos, Colombia no ha sido un país particularmente abierto a la inmigración. Entre los siglos XVI y XIX el entonces Virreinato de la Nueva Granada presentó una disminución abrupta en la población indígena que fue reemplazada con los esclavos traídos desde África.
Más adelante, durante el siglo XVII, se presentó la mayor inmigración española que había experimentado el territorio hasta el momento, la cual se asentó mayoritariamente en los actuales territorios de Antioquia y Santander. Para finales del siglo XVIII la composición étnica del territorio de la actual Colombia estaba conformado por un 7,2 % de africanos, 25,5 % de mestizos, 19,5 % de indígenas y 47,8 % de españoles.
Durante el siglo XIX y principios del XX Colombia conoció la inmigración de árabes, judíos, gitanos y jamaiquinos, y para 1928 se tenía registro de aproximadamente 35.251 extranjeros inmigrantes, entre los que se contaban 2.465 españoles, 1.916 italianos, 1.682 alemanes y 1.436 ingleses. Estas cifras contrastan con la inmigración en países como Brasil, que llegó a recibir aproximadamente 3,5 millones de europeos entre los siglos XIX y principios del XX; o Argentina, que entre 1870 y 1930 llegó a recibir a más de 6 millones de inmigrantes provenientes del Viejo Continente.
Por esto en un país como Colombia, que poco ha lidiado con la migración masiva, no sorprende que los cerca 200.000 venezolanos que permanecen en el país generen angustia entre los locales muy acostumbrados al hermetismo nacional.
No obstante, este fenómeno debe ser puesto en perspectiva, en primer lugar, porque el flujo de migrantes venezolanos solamente aumentará mientras el socialismo —que es solo otro nombre para la defensa del hambre y la miseria— permanezca en el poder en Venezuela y, por lo tanto, es importante discernir sobre los verdaderos retos de la nueva realidad. En segundo lugar, porque algunos comentarios en redes sociales indican que el discurso de oposición a la migración por ser el origen de los problemas de de desempleo ya se está gestando. En tercer lugar, porque el malestar que puede generar el incremento abrupto del número de extranjeros puede ser capitalizado por políticos de cualquier tendencia para acrecentar las tensiones con cruzadas contra la “competencia laboral desleal” o la “defensa del empleo nacional”.
Para empezar, se debe señalar que Colombia sobresale por ser uno de los países del planeta que cuenta con el menor número de inmigrantes en relación con su población. De acuerdo con el informe World Population Policies elaborado por las Naciones Unidas, el ratio de inmigrantes que viven en Colombia representa apenas el 0,2 % del total de la población del país, un porcentaje destacable por ser similar a la cifra que ostentan países como Corea del Norte, Somalia o Myanmar.
La tentación que surgirá en la cabeza de los políticos antimigración para sacar votos al señalar a los nuevos habitantes de los problemas de desempleo del país, deberá ser confrontada con algunos hechos. Por ejemplo, países históricamente receptores de inmigrantes y con altas proporciones de extranjeros respecto a su población total, como Suiza (29 %), Australia (28 %) o Canadá (21 %), cuentan tasas de desempleo del 3,4 %, 5,6 % y 6,3 % respectivamente. Recibir inmigración no necesariamente significa saturar al mercado laboral.
Igualmente, no debe perderse de vista que una de las razones fundamentales que explica la tasa de desempleo superior al 10 % de Colombia no tiene nada que ver con los venezolanos ingresando a Colombia, sino que está más relacionado con las excesivas regulaciones y altísimos impuestos a los que han sometido los políticos a la economía del país.
De acuerdo con el Departamento Nacional de Planeación, en Colombia se expide un promedio diario de 2,8 decretos, 11,2 resoluciones, 0,3 circulares y 15,4 normatividades. ¿Cómo puede crecer un negocio si al día debe lidiar con la complejidad propia del emprendimiento y además descifrar el laberinto invencible de la regulación nacional?
De igual forma, los trámites obligatorios para abrir un negocio pueden quitarle en promedio 9 días a un colombiano, 3 veces más que a un australiano y 18 veces más que a un neozelandés. Mientras tanto, este negocio debe enfrentarse a la inoperancia de la justicia, que tarda cerca de 1.300 días para hacer cumplir un contrato, cerca del doble del tiempo que el promedio latinoamericano.
Por si fuera poco, de acuerdo con el Banco Mundial, Colombia cuenta con una de las tasas de impuestos corporativos más alta del mundo (69,8 %), mayor, incluso, que países abiertamente adversos al sector privado como Venezuela (64,7 %) y Ecuador (32,5 %). En Colombia se persigue a la iniciativa privada y la generación de riqueza.
Estas condiciones hostiles para emprender y mantener un negocio expulsan a la economía productiva hacia el sector informal, donde se emplean cerca del 48 % de los colombianos y sufren mayores complejidades para acceder al crédito, invertir y crecer.
En efecto, si se quiere buscar responsables para explicar las dificultades económicas, los colombianos deben empezar por mirarse al espejo y reflexionar si vale la pena seguir votando por políticos con una amplísima experiencia en dificultarle la vida a los demás, pero un desconocimiento absoluto de competir y generar empleo.
Aunque algunos políticos, como Jorge Enrique Robledo, ya lo están anunciando, los descincentivos para la generación de riqueza no se resuelven con un programa burocrático extra que financiarán los colombianos vía impuestos. Para levantar el ancla a la pobreza, debe acabarse con la creencia de que el Estado debe regular cada aspecto de la vida económica y personal de los ciudadanos. La causa del precario mercado laboral colombiano poco tiene que ver con la migración venezolana y mucho que ver el tamaño elefantiásico del Estado.