El 9 de noviembre se cumplieron 28 años del derribo del Muro de Berlín, el evento que por anotonomasia marca el fracaso del experimento comunista en el planeta tierra. A partir de este momento una cascada de países comenzarían a sacudirse la influencia soviética a través de largos y dolorosos procesos de transformaciones políticas y económicas, mientras que en occidente crecía la convicción de que se estaba frente al “Fin de la Historia” y la conclusión del debate ideológico que enfrentó al comunismo contra los grupos humanos que favorecían una organización social basada en la democracia liberal y las economías de mercado.
Sin embargo, en Colombia, situaciones como el apabullante triunfo de la izquierda en América Latina durante las dos décadas pasadas, la crisis humanitariva que vive Venezuela y más recientemente la entrada a la política colombiana por parte de las FARC, han hecho que el comunismo, a pesar del tiempo, vuelva al centro del debate político colombiano.
Es importante tener en cuenta que, a pesar del temor generalizado que produce la situación actual, incluso los comunistas más célebres del país han reconocido la dificultad existente para que en Colombia triunfen cabalmente sus ideas.
Al respecto, en un fragmento del libro titulado “¿Qué pasó, Camarada?” de Nicolás Buenaventura – quien durante su carrera como activista político llegó a ocupar las más altas jerarquías del Partido Comunista Colombiano- se encuentra un pasaje en el que explica uno de los principales obstáculos a los que se enfrentan los marxistas al querer promover su sistema de pensamiento en el país.
Cuenta Buenaventura que alrededor de 1950, momentos antes de iniciar una conferencia clandestina del Partido Comunista dirigida a campesino en Palmira, Valle del Cauca, un campesino se le acercó al secretario del Comité Central del partido y le preguntó: “Camarada, dígame usted, ¿es verdad eso que dicen, que después de la revolución toda la tierra va a quedar en manos del Gobierno?”
El dirigente comunista, tras darle vueltas al asunto e insinuar que esas idea eran solo parte de la propaganda anticomunista, le respondió con una amplia explicación sobre los diferentes tipos de propiedad que existen en la Unión Soviética.
No obstante, ante las evasivas, insistió el campesino: “pero camarada, si yo quiero vender la parcela de tierra que usted dice, ¿puedo venderla? Dígame sí o no”.
Sin más remedio, el líder del partido acepta que, en efecto, de triunfar el comunismo toda la tierra sería del Gobierno y en un intento desesperado por darle vuelta a la discusión aclara “Pero el Gobierno va a ser usted mismo, camarada”. Incrédulo, el campesino guardó silencio.
Por supuesto que el comunismo, entendido como la planificación centralizada para la supresión de la propiedad privada y finalmente la desaparición del Estado, no va a triunfar en Colombia. Sin embargo, esto se debe, más que a un apego a la propiedad, a la naturaleza irreal del comunismo que, al partir de una serie de errores lógicos, convierte a esta ideología en solo la descripción de un mundo fantástico que nada tiene que ver con la realidad.
Diversas razones pueden soportar esta afirmación, entre las que se encuentran la magistral explicación de Ludwig Von Mises en su artículo “El Cálculo Económico en la Comunidad Socialista” o un pequeño ejercicio especulativo que parte de conocimiento mundano sobre la naturaleza del poder.
Así, desde la perspectiva que Mises expone en su artículo, los problemas de coordinación que se generan en un sistema de planificación centralizada surgen al eliminar la propiedad privada y, como consecuencia, volver imposible la determinación de los precios que surgen como resultado de los intercambios voluntarios, de la oferta y la demanda. De esta forma, al suprimir el sistema de precios espontáneos, se vuelve imposible conocer cuáles son las necesidades humanas y en consecuencia, la mejor manera para satisfacerlas. En esta descordinación, está buena parte de la explicación de la escasez que irremediablemente sufre toda economía centralmente planificada.
Por otra parte, desde la perspectiva del pequeño ejercicio especulativo, se puede ver al poder absoluto (al que aspira la dictadura del proletariado) como una droga superadictiva a la que pocos personajes en la historia de la humanidad han renunciado voluntariamente. En este sentido, puede deducirse con un alto grado de certeza que el líder de partido político que asume el poder absoluto sobre una sociedad – y que obtiene la capacidad de determinar qué comen y cómo se visten los ciudadanos hasta qué es permitido pensar y decir- tendrá el paso de la “eliminación del Estado” muy abajo en su lista de prioridades.
Por esto en todas las sociedades en las que se intenta implementar el comunismo, desde Camboya hasta Cuba, en el Siglo XX o en el XXI, se acaba, sin excepción, en la misma situación: un país atrapado bajo las arbitrariedades de una diminuta élite política y (repentinamente) económica, que nominalmente le otorga las empresas, el comercio y todos los recursos de la sociedad al Estado, pero que en la práctica los convierte en propiedad privada de las exclusivas dirigencias del partido.
En este escenario la democracia liberal, que entre otras cosas comprende el respeto a la libertad individual, la libertad de cátedra, consciencia y prensa, solo puede convertirse en un estorbo para los gobernantes o, más recientemente, en un instrumento para dar cierto halo de legitimidad a las decisiones arbitrarias de los gobiernos comunistas.
En este sentido, en Colombia no se debe pasar por alto que el verdadero reto no se reduce a enfrentar en las próximas elecciones a las FARC con sus inmensos recursos del narcotráfico o a la izquierda radical con sus ideas caducas, pero atractiva entre incautos. La atención de todo defensor de las sociedades libres y prósperas debe concentrar su mirada sobre el crecimiento de la burocracia colombiana, los discursos fascilistas que en nombre de la justicia social implican la expansión del poder de los políticos en detrimento de todo tipo de libertad humana y el irrespeto a los derechos de propiead.