English Para un extraño, la guerra civil americana (1861-65) puede parecer impenetrable. En una sangrienta “guerra de hermanos” entre el Norte y el Sur, había poco para distinguir entre los dos lados, aparte de si usaban azul o gris, o hablaban en un acento bostoniano o de Louisiana; al menos, hasta que la Proclamación de Emancipación de Lincoln, en 1862, convirtió la guerra en una lucha por la libertad.
Esta idea de una lucha de cosecha propia, exclusiva de los recreadores de combate y especiales de History Channel, es despejada por Don. H. Doyle en La causa de todos los pueblos: Una historia internacional de la guerra civil americana. En una meticulosa investigación de 402 páginas, Doyle hace un recordatorio de que, lejos de los campos sangrientos de Gettysburg y Antietam, los diplomáticos de los estados Confederados y de la Unión estaban comprometidos en una lucha igualmente desesperada por ayuda y reconocimiento en las cortes, periódicos, cervecerías e iglesias europeas.
Doyle, profesor McCausland de Historia en la Universidad de Carolina del Sur, explica que la guerra pronto se percibió como una batalla por la libertad global, independientemente de sus orígenes. La pregunta era si el “experimento” de Estados Unidos sería reivindicado por el gobierno popular, o si un modelo aristocrático y esclavista, extendería su dominio sobre la Tierra.
Los imperios contraatacan
Tal escenario casi se convirtió en una realidad. En 1861, Estados Unidos era una en un puñado de repúblicas que alguna vez existieron. Tampoco era la Democracia necesariamente vista como “el futuro”. En su lugar, después de una ola de revoluciones fracasadas en 1849, las monarquías fueron endureciendo su control en Europa, y capitalizaron el fracaso de la “democracia extrema” en las Américas para relanzar esquemas imperiales en el extranjero.
España recuperó lo que hoy es República Dominicana a menos de una semana de la inauguración de Lincoln en 1861, mientras que Napoleón III de Francia gobernó México a punta de bayoneta por tres años, instalando al archiduque Maximiliano de Habsburgo como emperador en 1864. Francia previó un “imperio católico latino que iba a (…) abarcar a todas las repúblicas hispanoamericanas fallidas, e incluiría una alianza con el Imperio del Brasil”.
Tanto el Norte como el Sur jugaron con someterse a la dominación europea —e incluso a la instalación de un príncipe francés en Louisiana— si eso impedía su derrota.
Los enviados del Norte lucharon para impedir el reconocimiento formal del Sur en Europa, y evitaron la posibilidad de una intervención británica, cualquiera de las cuales habría significado el fin de la Unión.
En última instancia, sugiere Doyle, la supervivencia de la Unión se debió a su hábil manejo de la prensa internacional, y en el uso de las voces locales para difundir su mensaje.
Corazones y mentes
Tenían que trabajar duro. Los aristócratas británicos se deleitaron en el fracaso de los “alguna vez Estados Unidos”, y algunos pedían la división del país en cuatro partes, mientras que en Francia el pronóstico era peor. “Tu República ha muerto, y probablemente haya sido la última que el mundo verá,” dijo un político francés a un visitante de América del Norte. “Van a tener un régimen de terror, y luego dos o tres monarquías”.
Sin embargo, fueron los ciudadanos europeos, y no sus gobernantes, quienes rescataron la causa de la Unión en el extranjero. La traducción de Mary Louise Booth de dos panfletos en favor de la Unión, escritos por Agénor de Gasparin y Édouard René de Laboulaye, ayudó a que el Norte de Lincoln descubriera el sentido de propósito que le faltaba: no sólo estaba luchando por su supervivencia, sino por la libertad global.
El dirigente radical John Bright canalizó el sentimiento pro-Unión para evitar la intervención británica. Posteriormente, Lincoln mantuvo un retrato del fabricante de algodón en la Oficina Oval como un recordatorio de sus servicios. Un empobrecido corresponsal en Londres llamado Karl Marx fue pagado por el New York Daily Tribune para hacer comentarios pro-Unión para el público en ambos lados del Atlántico.
Doyle es implacable sobre los embajadores de la Confederación, muchos de los cuales tenían poca habilidad diplomática. James Murray Mason, enviado a Gran Bretaña, descrito como “bruto” y “de apariencia vulgar” por un contemporáneo, fue burlado por escupir cantidades industriales de tabaco en el suelo, tanto en las fiestas como en el Parlamento.
“La escoria de Europa”
Las narraciones de reconciliación de la posguerra tendían a enfatizar que la Guerra Civil fue un asunto de todos los estadounidenses, una lucha trágica entre un pueblo unificado de otra manera. Pero como explica Doyle, esta narrativa no le hace favores a la contribución de los inmigrantes, y de los hijos de los inmigrantes, que fueron “absolutamente esenciales” para la victoria de la Unión.
Uno de ellos fue el propio tatara-tatara-abuelo de Doyle, un “Forty-Eighter” alemán que huyó de un fallido levantamiento para liderar el regimiento de infantería 9th Wisconsin Volunteers. Alrededor del 43% de los 2,2 millones de hombres que sirvieron en el ejército de la Unión eran inmigrantes de primera y segunda generación, de los cuales dos tercios eran alemanes o irlandeses.
La contribución de inmigrantes fue decisiva, según explica Doyle, debido a las enormes pérdidas en la guerra, con unos 750.000 muertos en ambos lados, sobre una población total de 30 millones. Mientras que la Unión tenía grandes poblaciones de inmigrantes del Norte como base, la Confederación no logró atraer a un número comparable de voluntarios extranjeros.
Doyle explora el ejemplo intrigante del Regimiento 39 de Nueva York, nombrado en honor al revolucionario italiano Giuseppe Garibaldi. Soldados de Alemania, Hungría, España, Cuba, América del Sur y Armenia, entre otros, juraron su lealtad a la bandera en no menos de 14 idiomas, motivados por el fervor prodemocracia.
En medio de una narrativa atrapante, el autor elogia el papel vital del secretario de Estado de Lincoln, William H. Seward, en el asesoramiento a su ex rival presidencial, a quien inicialmente descartó como un “pequeño abogado de Illinois”.
Doyle también proporciona una importante revisión de los orígenes de la Doctrina Monroe, que era inicialmente “defensiva y prorrepublicana, más un escudo que un arma” para las repúblicas nacientes de América Latina en contra de la invasión europea.
Este crítico británico, escribiendo desde una carretera de América del Sur, tiene una queja que hacer. En su afirmación de que los Estados Unidos fue una de las primeras repúblicas del mundo, hogar de las primeras convocatorias de gobierno popular, Doyle deja de lado la república de 11 años de Gran Bretaña (1649-1660), que siguió a su propia guerra civil, y las convocatorias de sufragio popular que brevemente aparecieron.
Sin embargo, esta omisión es quizás ilustrativa del punto de Doyle. Los sistemas democráticos son ahora —con importantes excepciones— dados por sentados en todo el mundo. Pero fue sólo a través del sacrificio de miles de personas que atendieron el llamado a las armas de la Unión, que el gobierno “del pueblo, para el pueblo, por el pueblo” evitó ser borrado de las páginas de la historia.