Antonio Caballero ha publicado en Semana una columna titulada “San Antoñito”, en el estilo insultante y prepotente al que tiene habituados a sus lectores, de los que usualmente no hago parte. Dejé de leerlo hace muchos años a causa de la infinita aburrición que me producía encontrarme siempre con uno de los dos tipos de columnas que sabe escribir.
Cuando se ocupa de asuntos generales – pobreza, desigualdad, narcotráfico, economía, etc. – Caballero aparece inevitablemente como un eximio representante de las teorías de la conspiración. Todas las tragedias del mundo son, a sus ojos, el resultado de la actividad de algún grupo de perversos que desde oscuros antros o desde espléndidas oficinas conjuran para joder a los demás. Si hay pobres es porque los ricos avarientos deciden que así sea; si la economía marcha mal es porque los neoliberales lo disponen de esa forma; si la gente pierde sus empleos o los precios de las cosas suben es porque las multinacionales infames así lo deciden, etc., etc. etc.
La otra columna tipo es la que dedica a particulares: políticos, funcionarios, empleados, empresarios, comerciantes y toda clase de personas que desarrollan alguna actividad en el gobierno o en los negocios privados. En estos casos, Caballero, en medio de la dosis habitual de insultos, pontifica ex – cátedra sobre todos los asuntos. Sin excepción, los criticados son ineptos e incompetentes que, con dolo o sin él, hacen mal las cosas. Sólo él es inmaculado y libre de todo error. Y en esto último tiene toda la razón: Caballero nunca se ha equivocado en nada porque nunca ha hecho nada. No ha creado una empresa, ni ha tenido un trabajo digno que produzca valor para la sociedad. Su vida ha sido la de un niño rico y consentido que se la ha pasado en cocteles, bebiendo whiskey y hablando mal de los demás.
Leí la columna de marras por sugerencia de Daniel Coronel, quien en su cuenta de Twitter recomienda leerla dos veces, lo cual llamó mi atención. Pasé rápidamente mis ojos por ella, salvo el primer párrafo que sí leí con atención. Caballero arranca con este interrogante “¿Por qué a medio país le gusta Álvaro Uribe con todos sus defectos?” Y se responde: “Por todos sus defectos”. Dos renglones más abajo dice que los partidarios de Uribe lo son por “La nostalgie de boue”. La añoranza del fango, traduce Caballero entre paréntesis.
La boue es, en efecto, el barro, el lodo, el fango, el sedimento, el limo. Pero es también, en sentido figurado, lo sucio, lo infame, lo vergonzoso, lo abyecto, lo bajo, lo vil, la basura, la alcantarilla y, cómo no, la mierda (la crotte). Los uribistas lo son porque tienen nostalgia de la mierda. Eso fue lo que quiso decir Caballero.
Naturalmente ese es un insulto muy descomedido contra millones de colombianos, muchos de los cuales se sentirán ofendidos. En lo personal, a mí me resbala. Los sicólogos hablan de un mecanismo de defensa llamado proyección, consistente en atribuir a los demás las propias pulsiones. No tengo inclinación alguna por la coprofagia, aberración en la cual pareciera que Caballero encuentra especial deleite. No soy coprófago y no creo que lo sean los millones de personas a quienes Caballero atribuye su propia perversión. Pero no voy a hablar por ellas, voy a hablar por mí.
Apoyé a Uribe en sus dos candidaturas porque prometía enfrentar a las FARC que, después de los ocho años de los gobiernos ineptos de Samper y Pastrana, estaban a punto de tomarse el poder. De la guerra de guerrillas habían pasado a la guerra de posiciones y se habían lanzado ya a tomarse una capital de departamento. Sobre las principales capitales del País, las FARC habían tendido un cerco estratégico. En Medellín, era riesgoso aventurarse a más de 20 kilómetros de la ciudad, los hombres de negocios evitaban viajar para no padecer el temor que suponía desplazarse en carro al aeropuerto, buena parte de los medellinenses habían renunciado a dar la Vuelta Oriente – sí, Caballero, el paseo dominical de los paisas montañeros – por temor a ser secuestrados. La economía estaba en ruinas, el desempleo desbordado y la inversión casi inexistente. Estado fallido era la expresión preferida por los medios internacionales para referirse a Colombia. Hoy, casi 20 años después, son muchos los jóvenes que no saben de estas cosas y muchos otros, menos jóvenes, las han casi olvidado. A unos y otros, la propaganda oficial y los turiferarios del régimen buscan anestesiarlos para que no se enteren de nada, para que no recuerden nada.
Para que no recuerden que al final del segundo gobierno de Uribe, la economía estaba en crecimiento, la tasa de desempleo era reducida y la inversión – nacional y extranjera – estaba pujante como nunca en las tres décadas anteriores. Las FARC estaban derrotadas estratégicamente, sus principales dirigentes neutralizados, sus fuerzas remanentes refugiadas en lo más profundo de la selva, el cerco a las ciudades había sido levantado y los colombianos podían viajar libremente a cualquier sitio del País. Y entonces se produce lo inesperado. Juan Manuel Santos decide enviarles a las FARC agonizantes un balón de oxígeno, con su hermano Enrique, burgués vergonzante que desde su juventud propugna por la socialización de la riqueza de los colombianos al tiempo que pone la suya a buen recaudo. Y empiezan las conversaciones de La Habana basadas en una agenda confeccionada en secreto por Enrique y sus compadres de las FARC.
Aunque la agenda de Enrique era ya en extremo generosa, los delegados del gobierno llegaron a La Habana como si fueran la parte derrotada que se apresta a firmar un armisticio y, ante estupor de los colombianos e ignorando cualquier crítica, procedieron a entregar todo lo que pudieron – el régimen electoral, la política de agraria, el SGP, la mitad de la constitución – a cambio de la promesa de dejación de armas y desmovilización que parece no haber sido cumplida a cabalidad. Las FARC se inventaron una disidencia para continuar combinando todas las formas de lucha, entregaron pocas armas y a sus dirigentes, que se pavonean como señorones por todo el País, bajo los incensarios de periodistas como Caballero, les dejaron una guardia pretoriana de 1.000 hombres perfectamente entrenados en asesinar.
Al mismo tiempo que se realizaba la entrega de La Habana, el santismo puso todo su empeño en liquidar políticamente a Uribe. Le arrebataron su partido y emprendieron la más pavorosa persecución judicial contra sus seguidores políticos y sus familiares. Increíblemente Uribe reacciona, se defiende y ataca con su twitter, en cuestión de semanas monta un nuevo partido y en las legislativas de 2014 se hace a una representación parlamentaria que le permite continuar su desigual batalla contra el régimen que más ha atropellado la democracia colombiana en las últimas décadas. Las elecciones presidenciales de 2014 son el perfecto ejemplo de texto sobre el abuso del poder para configurar por todos los medios el más descarado fraude electoral. La cereza del postre fue el desconocimiento del plebiscito, que el gobierno había convocado para conseguir la refrendación de sus tropelías convencido de que sus mañas la garantizarían un resultado favorable.
Un congreso servil y una corte constitucional cooptada se han encargado de dar desarrollo constitucional y legislativo a los acuerdos. Las dádivas y los favores políticos, el desprestigio, el chantaje y la intimidación han sido los instrumentos para alinear a la gente alrededor de unos textos legales, que parecen redactados por los abogados de las FARC y a los que no se les puede cambiar una coma sin ser motejado de enemigo de la paz. Afortunadamente – o ¿será mejor decir, sorprendentemente? – todavía el presidente Santos no ha seguido, a su mejor amigo y mentor político, el dictador Maduro, en la realización del peor atropello que puede hacerse contra la democracia: la suspensión las elecciones previstas en el calendario electoral. Todavía quedan las elecciones de 2018 y en ellas es mucho lo que está en juego.
La actual coyuntura está signada por el riesgo de que la derrota militar de las FARC, que fue obra de los dos gobiernos de Uribe, se transforme, como ya lo es en parte, en una victoria política, si llegara a triunfar en las elecciones de 2018 una coalición de las fuerzas de izquierda totalitaria (farianos, petristas, robledistas, claristas, etc.), de la multitud de “idiotas útiles” de buena voluntad (fajardistas, claudistas, delacallistas) y de toda la caterva de oportunistas de los partidos de la unidad nacional que no vacilaran en aliarse hasta con el diablo para mantener su porción de poder. Por eso, como millones de colombianos, apoyo a Uribe.