El intento de introducir a Venezuela una docena de camiones cargados de ayuda humanitaria siempre tuvo un objetivo principalmente político. Unos cuantos depósitos llenos de medicinas y alimentos podrían, indudablemente, haber ayudado a algunos necesitados, pero, obviamente, las cantidades involucradas no representarían sino un grano de arena ante las enormes necesidades del sufrido pueblo venezolano.
El propósito principal de todo el esfuerzo era desnudar a Maduro. Había que revelar, para los ojos de quienes todavía dudaban de la naturaleza criminal del régimen de Caracas, el verdadero alcance de su mezquindad y corrupción. Ese objetivo se logró, y se logró con creces el pasado sábado 23 de febrero.
Maduro es hoy, ante los ojos del mundo, un dictador de esos que aparece en comiquitas como Tin Tín. Maduro es una caricatura del estereotípico gobernante “maluco” latinoamericano. El General Salazar en la ficticia república bananera de Tapioca. Así lo ve el mundo.
La ultraizquierda mundial y sus aliados agazapados en algunos medios anglosajones aún intentan ayudarlo tratando de hacer ver al público que lo que sucede en Venezuela es en realidad un enfrentamiento entre Estados Unidos y sus grandes enemigos. Lograron engañar a muchos por un tiempo, pero ya el engaño se hizo evidente.
Lamentablemente, los sucesos del 23F también han dejado claro que Maduro y sus secuaces, apoyados y guiados por Cuba, intentarán resistir hasta las últimas consecuencias. ¿Qué pueden entonces esperar Venezuela y Colombia? La respuesta depende del tiempo en que la comunidad internacional se tome en entender que, al final, hay acciones que no podrán evitar tomarse.
La economía venezolana ha sido destruida. Esto ha sido ampliamente reportado y analizado por los más destacados expertos en las grandes capitales del mundo desarrollado. Venezuela ha sufrido un descalabro económico nunca visto en la historia para un país que no ha sido víctima de una guerra.
El nivel de destrucción de su aparato productivo, agrícola e industrial es incluso mayor que el de países devastados por guerras civiles. La estrategia económica del régimen en Caracas consiste en una estupidez tras otra. Los recursos ya no existen. La moneda ha desaparecido y la economía continúa, increíblemente, encogiéndose aún más.
De continuar esta situación la mayor parte de la población deberá escoger entre la muerte por hambre y el exilio. Este análisis ya lo han hecho expertos en grandes think tanks en Estados Unidos, quienes han concluido que este año 2019 los vecinos de Venezuela podrían llegar a recibir hasta 4 millones de refugiados, adicionales a los 3 millones que ya han salido en años anteriores. Si la situación continúa, el 2020 podrían salir varios millones más.
En las ciudades venezolanas las fallas eléctricas, en el que fue el país más electrificado del continente, son no solo cotidianas, sino casi permanentes en algunas regiones. El agua ya no llega a muchas zonas del país debido a la falta de repuestos y mantenimiento para los equipos de los acueductos. Los puertos y aeropuertos ya parecen casi ruinas de la antigüedad y ni hablar de los hospitales, de los cuales se han hecho innumerables reportajes sobre su total colapso. Todo esto se deteriorará aún más en los próximos meses. El éxodo masivo de buena parte de la población es entonces inevitable.
Ese éxodo que viene, y viene con absoluta certeza, se dirigirá principalmente hacia la hermana República de Colombia, ya agobiada con la llegada no solo de más de 1 millón de venezolanos, sino por el retorno inesperado de una cantidad equivalente de sus propios ciudadanos que hasta hace poco vivían en Venezuela. En un plazo que se percibe muy corto –meses–, Colombia se enfrentará a un tsunami humano. Una ola migratoria no vista ni en las peores hambrunas de África.
Al analizar las próximas acciones frente a la dictadura venezolana, las naciones que conforman el Grupo de Lima, Estados Unidos y la Unión Europea deben considerar las consecuencias tanto para Venezuela como para Colombia de alargar la salida de Maduro. Latinoamérica ha tenido otros dictadores, algunos muy sanguinarios, pero ninguno que haya provocado una destrucción semejante en su propio país ni infligido el peor sufrimiento –el hambre– a millones de sus propios ciudadanos.
Suramérica y el mundo se encuentran frente a una situación jamás vista en Occidente. Ojalá los líderes que se reúnen esta semana en Bogotá estén a la altura de las circunstancias. De lo contrario, los eventos que se sucederán en los próximos meses los condenará para la historia.