EnglishEl pasado 15 de abril, en el marco de un seminario organizado por la firma consultora KPMG, el presidente de la administradora de fondos de pensiones chilena AFP Habitat, José Antonio Guzmán, se refirió a algunos casos de irregularidades y malas prácticas financieras de los últimos años en Chile, tales como el caso Las Cascadas, La Polar o Enersis, calificándolos como “deplorables”, “dañinos para la fe pública” y causados por empresarios “descontrolados por la codicia”. Fueron duras pero no del todo inmerecidas las palabras de Guzmán, que considera estos casos como muy dañinos para la credibilidad y la confianza entre los agentes económicos. Y tiene razón; estos conceptos son fundamentales para una sociedad libre.
Los comentarios de Guzmán resultan especialmente relevantes no solo a la luz de la crisis financiera global del 2008, sino también frente al debate sobre la identidad liberal.
Las credenciales liberales están siendo usurpadas, por un lado, por los que estando a favor de las libertades económicas, vetan las iniciativas a favor de las libertades sociales y civiles; y por otro lado, por los que, de manera igualmente sofista, son capaces de abogar por las libertades sociales, pero esperan que el Estado tome protagonismo en la economía.
Vale la pena que recordemos a plenitud y a toda conciencia quiénes somos.
Para los críticos del liberalismo —como también para algunos que se identifican con credenciales liberales— la identidad liberal se reduce a ser un homo economicus. Detrás de esta concepción subyace inevitablemente una idea chata y monolítica del individuo, cuyo rasgo prosaicamente distintivo es el egoísmo y el interés propio. Es una visión reduccionista y parcial que debemos, por un lado, a los enfoques cientificistas y al rol desproporcionado de los modelos formales de análisis en las ciencias sociales; y por otro lado, a la lectura instrumental y superficial de los autores liberales clásicos. Éstas son también las causas de los estereotipos hábilmente utilizados por los críticos del liberalismo, tal como parece utilizarlos Guzmán en los casos mencionados (sin que esto le reste validez a lo que argumenta respecto a la importancia de la confianza y la credibilidad como valores sociales).
Lo cierto es que ser liberal y hacer uso de la libertad va mucho más allá de ser un homo economicus; ser liberal no se restringe a estar enfocado en los objetivos propios, o en un cálculo costo-beneficio que dicte seguir exclusivamente los cursos de acción que impliquen una mayor utilidad o tasa de retorno. Somos mucho más que eso, y en una sociedad verdaderamente liberal, es decir, conformada por individuos libres y autónomos, reinaría una pluralidad de motivaciones y razones que trascienden con creces la postura meramente economicista.
Los auténticos liberales deben saber enfrentarse a estos estereotipos desde el punto de vista de su propia identidad propiamente definida, o sea, precisamente a partir del ejercicio de nuestra autonomía y libertad. Debemos recuperar la plenitud y coherencia de los argumentos filosóficos que conforman nuestro acervo cultural. Para ello, siempre es adecuado regresar a las fuentes, a los clásicos.
Ser liberal es una postura moral. “Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla”, decía Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales.
Lo que hace Smith en la Teoría, libro anterior a La riqueza de las naciones, es complementar la reflexión sobre la libertad y el egoísmo racional con una teoría moral y a la vez sentimental de la “simpatía”. La simpatía es un sentimiento, pero un sentimiento moral que enaltece y hace más completo al individuo racional y autointeresado, que actuando en pos de su idea del bien y de su proyecto de felicidad, no pierde la capacidad de ponerse siempre en el lugar del otro. Que logra verse a sí mismo desde la posición de un observador imparcial, para así, parafraseando a Smith, aprobar o reprobar su propia conducta al ponernos en el lugar del otro y mirarnos con sus ojos y desde su punto de vista.
“Para que pueda existir una correspondencia sentimental entre el espectador y la persona afectada, el espectador deberá, ante todo, procurar… colocarse en la situación del otro y hacer suyas todas las circunstancias aflictivas…”. Esa capacidad sentimental y moral, cuyo potencial caracteriza a todos los hombres, es la que constituye una plataforma verdaderamente sólida para el autogobierno de personas que se unen a través de la confianza y la reciprocidad, dentro de un esquema donde el Estado debe velar sólo por proteger las condiciones de esta confianza, que es el fundamento y sustento de la cooperación social.
Es por ello, que La teoría de los sentimientos morales de Smith no debe ser considerado un libro distinto e incoherente con La riqueza de las naciones. La Teoría es sin lugar a duda un texto complementario, que debe ser leído conjuntamente con la que se considera la obra principal de Smith. La mano invisible que casi prodigiosamente ordena y armoniza objetivos y proyectos de vida individuales, plurales y a veces inconmensurables, produce un orden socialmente provechoso, sólo cuando los individuos no pierden esa capacidad de simpatizar con los dolores y alegrías de sus prójimos.
Las codiciosas prácticas de “unos pocos” que denuncia Guzmán son muestra de que éstos carecen de imaginación moral, de que son incapaces de ponerse en el lugar del otro, tanto para entender su sufrimiento como para verse a sí mismos con los ojos y desde la posición ajena; sólo así es posible someterse a un genuino autoexamen.
Un liberal debe estar dispuesto a adoptar, a diario, esta postura. Y para eso se necesita una buena dosis de valentía y magnanimidad.