EnglishEl mes patrio en Chile ha estado marcado por los actos violentos del atentado en la estación del metro Escuela Militar en Santiago y una explosión en Viña del Mar.
Los ataques, en el contexto del “Gobierno ciudadano” de la presidenta Bachelet, constituyen un desafío no menor, cuando lo que se esperaba era precisamente devolver a la sociedad un ambiente de diálogo, inclusión, representatividad, pluralidad y quitar tensión de las presiones sociales montantes.
Los representantes del Gobierno reconocen que fueron actos con “características terroristas”, pero no admiten la posibilidad de que en el país exista terrorismo, como si tratasen de hechizar la realidad.
En mi última columna de opinión me refería a la memoria histórica chilena: una materia frágil, llena de sensibilidades, conflictos no zanjados, como también falsos silencios y pronunciamientos según lo que se define como políticamente correcto. La materia de terrorismo en Chile, o actos de carácter terrorista, pertenece a una de estas áreas.
Si bien es cierto que el terrorismo, por tratarse en general de un concepto que se refiere a actos extremos y que remite a valores humanos fundamentales (de la vida, seguridad, libertad o el derecho a vivir sin miedo), nunca ha estado exento de polémicas y posturas polarizadas.
Se genera una extraña y desagradable sensación de que hay actos de carácter terrorista más legítimos o socialmente entendibles que otros.
En Chile, debido a la profunda huella que ha dejado su historia en el siglo XX, se ha instalado como una de las palabras tabú que hiere los oídos políticos, enciende las pasiones de la opinión pública y revela de pasada una serie de clivajes y roturas tanto políticas, como sociales y culturales. A tal punto que algunos medios de comunicación, vacilando ante la aplicación de este calificativo, lo colocan cuidadosamente en comillas.
Aunque esta situación es en cierto grado comprensible —ya que el fenómeno que se discute no proviene de afuera, sino que nace y opera en la propia casa—, en Chile funciona como un concepto valorativo, de una gran carga subjetiva, una figura retórica potentísima dotada del potencial de estancar cualquier debate que se emprenda sobre los problemas del presente.
Penden sobre el tema sombras poderosas a lo largo y a lo ancho del espectro político. La llamada “derecha” chilena sigue sin superar internamente el cargo del “terrorismo de Estado”, mientras que la llamada “izquierda”, que ahora forma parte de la Nueva Mayoría, sigue sin enfrentarse a su propio pasado marcado por episodios de violencia política.
Esto a ratos desdibuja los marcos del debate, generando una extraña y desagradable sensación de que hay actos de carácter terrorista más legítimos o socialmente entendibles que otros. Por las mismas razones de este difícil peso histórico, el Estado duda ante hacerse visible en materia de seguridad, porque percibe por lo menos a una parte de la sociedad reacia y desconfiada.
La Ley Antiterrorista aún vigente en Chile fue promulgada durante la dictadura militar en 1984 y aunque fue sometida a varias modificaciones para muchos no cuenta como un referente válido debido precisamente a sus credenciales.
La Ley Antiterrorista, por cuestión de la integridad democrática, debería ser revalidada, reformulada y promulgada nuevamente.
Esa es una de las razones por la que su aplicación durante las últimas décadas se ha caracterizado en general por mucha torpeza y lo que siempre parecía ser una falta de convicción por parte del Estado. Y este es el principal argumento por el que esta Ley, por cuestión de la integridad democrática, debería ser revalidada, reformulada y promulgada nuevamente.
Un ejemplo de esta torpeza del Estado ha quedado en evidencia en el caso de violencia en la región de Araucanía alrededor del “conflicto mapuche”, donde La Corte Interamericana de los Derechos Humanos ordenó a Chile dejar sin efecto las condenas por terrorismo, pero también en el caso bombas, una serie de explosiones que han sacudido previamente la capital. Por otro lado ha afectado la capacidad del Estado de prevenir este tipo de sucesos a través del trabajo de agencias que existen para ello, como la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI).
El Estado, como consecuencia, da la impresión de estar confundido en cuanto la capacidad de la definición, la identificación y el diseño político de una estrategia adecuada y eficaz para enfrentar este tipo de violencia, pero también con el objetivo de evitar la aplicación abusiva del propio Estado.
Es por eso que se necesita llegar a definiciones claras y consensuadas por todos los actores políticos, pero sólo tras haber despejado las sombras del pasado. Y esto requiere de valor y humildad. Mientras tanto, Chile seguirá experimentando efectos colaterales de traumas pasados sin superar.