El debate sobre varios familiares del ministro de Trabajo, Jorge Triaca, —empleados en distintos departamentos estatales—, continúa.
Por lo que se abrió la discusión si debe existir o no una normativa que impida que los funcionarios puedan tener parientes directos dentro del ámbito público.
Desde el gobierno respaldaron al funcionario, pero ya está impuesto el debate sobre la supuesta necesidad de un marco legal que impida que se repitan estas situaciones.
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La figura de Triaca fue duramente cuestionada cuando trascendió un audio donde se dirigía con insultos a una exempleada domestica, lo que trajo nuevamente a los medios de comunicación la polémica sobre sus cuatro parientes en dependencias gubernamentales: su hermana trabaja en el Banco Nación, su cuñado en el Banco de Inversión y Comercio Exterior, su esposa es funcionaria del ministerio de Salud y su otra hermana es Directora del Área de Inversiones.
Lamentablemente la indignación que generó el hecho de que la familia Triaca se desempeñe en el Estado, lo único que generó en los comunicadores es la opinión básica y simplista de solicitar una ley que directamente lo impida.
Pareciera ser que en Argentina y muchas partes de la región, todo lo que nos parece mal se busca solucionar con una ley: que existan salarios bajos, el desempleo, el consumo de drogas o cualquier otra cosa. El problema es que muchas veces estas soluciones mágicas nos desvían del punto en cuestión y las legislaciones pretenciosas suelen tener resultados contraproducentes.
En este caso no es que no deba existir esta legislación, habría que debatirlo, pero lo que definitivamente puede ser perjudicial es asumir que por medio de esta iniciativa se logrará terminar con los puestos discrecionales en la administración pública.
Para abordar este tema es necesario volver a la antigua cuestión sobre si queremos modificar la conducta humana desde un ideal o si vamos a generar instituciones que funcionen lo mejor posible dado nuestro comportamiento como seres humanos imperfectos. La evidencia muestra que la segunda opción ha funcionado bastante mejor que la primera.
El elemento que falta en estos debates es la discusión sobre el tamaño del Estado y sus potestades. Es lógico que muchos funcionarios de este gobierno, como del anterior y del próximo, busquen sacar beneficios para los suyos. Sobre todo en países como Argentina donde es evidente que todo el mundo lo hace, por lo que no existen muchos incentivos para comportarse de manera virtuosa.
Si aceptamos a los seres humanos (y los funcionarios lo son) con sus virtudes y defectos vamos a aceptar que necesitamos instituciones que traten de minimizar lo máximo posible las arbitrariedades, que claro está, existirán siempre. Tratar de eliminarlas como único resultado posible generará una desilusión inevitable.
Al aceptar que las autoridades que sean electas nombrarán a cientos de funcionarios, que a su vez contratarán a miles de empleados públicos, lo único concreto que puede buscarse es limitar la estructura burocrática gubernamental a lo mínimo posible: al aparato que garantice los derechos individuales de las personas.
La multiplicidad de secretarías y ministerios en todos los niveles de gobierno son el caldo de cultivo para las contrataciones arbitrarias y representan el verdadero problema a solucionar.
Si se mantiene la misma estructura descomunal del Estado argentino, aunque se prohíban las contrataciones a los parientes, proliferarán las de las amantes, los amigos o correligionarios políticos. Si lograran —de alguna forma— prohibirse todas esas situaciones, seguramente se hallará la forma para poder hacer uso de los recursos públicos de igual manera.
La única solución concreta y realista para enfrentar esta situación es la de reducir las dependencias estatales, que tienen como única finalidad ser bolsas de trabajo de la clase política.