Es momento de asumir que en Argentina se ha reducido considerablemente la libertad de expresión. Una persona ya no es libre de decir lo que quiera, al menos si no está dispuesta a enfrentar serias consecuencias. Las mismas pueden estar relacionadas directamente con los castigos del Estado o con sanciones del sector privado, que muchas veces están vinculadas con la necesidad o el deseo de congraciarse con el sector “políticamente correcto”.
En el marco del debate por la legalización del aborto, el vicerrector de la Universidad de la Rioja, José Gasparello, tuvo una manifestación en redes sociales que le generó una denuncia en el Inadi (Instituto Nacional contra la Discriminación, Xenofobia y Racismo): “Los científicos que dedican su vida a la ciencia dicen que hay vida desde la concepción. Y este hombre vestido de mujer dice que no hay vida en la concepción”. Luego de la predecible polémica, Gasparello ya pidió disculpas y aguarda las consecuencias de lo sucedido. Cabe destacar que la izquierda ya pidió que sea removido de su cargo en la Universidad.
En los últimos años avanzó sin descanso una suerte de policía del pensamiento orwelliana, que con la excusa de la tolerancia, se ha convertido en la representación del más claro autoritarismo. La autocensura evidente que se vive en la actualidad, sobre todo en los medios de comunicación, es el resultado del éxito de los intolerantes que lograron consolidar un aparato represivo contra los que consideran “discriminadores”.
¿Cuál es la lógica de una sociedad, supuestamente abierta, que avala el matrimonio entre personas del mismo sexo pero castiga la libertad de expresión? La libertad es una e indivisible. Es inexplicable que en Argentina, Roberto Carlos Trinidad tenga la libertad de cambiarse el nombre legalmente a Florencia Trinidad, triunfar en el ambiente artístisco bajo el seudónimo de “Florencia de la V”, vivir una vida plena y en libertad con su pareja, pero que pueda denunciar a una persona porque le dijo que era un “hombre vestido de mujer”.
Claro que es absolutamente positivo que Florencia haya decidido su propio nombre y se haya podido desarrollar en plena libertad. Hasta hace poco tiempo el Estado se comportaba de forma represiva y arbitraria con ciudadanos pacíficos que no habían cometido ningún delito. Una persona travestida podía ser detenida y no existían ningunos de los derechos con los que los homosexuales y travestis cuentan hoy. Pero luego de evolucionar y reconocer derechos individuales y hacer justicia con las minorías, Argentina retrocede y comienza a castigar la libertad de expresión en nombre de la tolerancia.
El Estado no debería avalar y financiar instituciones como el Inadi, que se ha convertido en una herramienta de la intolerancia, y la sociedad debería tener más coraje y respaldar al “apedreado” de turno por los “progresistas” políticamente correctos.
Está claro que el Estado no debe ni puede discriminar y que todos los ciudadanos debemos contar con los mismos derechos. Pero lo cierto es que las personas sí tienen ese derecho. Es más, todos discriminamos constantemente, en todos los ordenes de la vida. Hay que distinguir entre los ataques de odio y violencia, que lógicamente vulneran la vida, la libertad y la propiedad de otras personas con el derecho a manifestarse en libertad. Si en nombre de la tolerancia vulneramos otro derecho como el de la libertad de expresión, nos quedaremos sin tolerancia, sin expresión y sin libertad.