“La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”, escribió alguna vez Karl Marx complementando una idea de Hegel. Lo que seguramente no sabía el responsable intelectual del comunismo es que sus propias ideas iban a generar tanto desgracias como vulgares -pero no menos mortíferas- farsas, cobrándose la vida de cientos de millones de personas.
Aunque algunos museos se mantenían vigentes, como el caso de Cuba o Corea del Norte (agregar a China a la lista no sería del todo correcto, ya que la dictadura recurrió al capitalismo para la supervivencia), todas las lecciones socialistas estaban aprendidas para 1999, sobre todo desde la caída del Muro de Berlín. En realidad el fracaso ya estaba advertido desde antes por el economista austríaco Ludwig von Mises. En la década del 20, y con la revolución bolchevique en pañales, él ya se había dado cuenta que una economía sin propiedad privada era una economía sin precios. Por lo tanto, sin precios de mercado que funcionen como lenguaje coordinador, no había ninguna posibilidad de éxito para una planificación centralizada. Su tesis se corroboró en las experiencias de las hambrunas soviéticas, en las cartillas de racionamiento cubanas, en la dictadura rumana y en las diferencias entre las dos Alemanias.
Pero aunque millones de inocentes pagaron con sus vidas durante el Siglo XX, Venezuela se suicidó igualmente al elegir a Hugo Chávez, dándole la espalda a toda la evidencia que la historia reciente le ofreció. Aunque muchas personas consideran que el colapso del modelo chavista se debe a la responsabilidad de Maduro y no de su predecesor, lo cierto es que lo que falló es el sistema. Aunque Maduro no tenga el carisma de su líder, de mantenerse con vida Chávez, y de permanecer en el modelo socialista, el resultado hubiera sido el mismo. Esto responde a una primera etapa de dilapidación de un capital que no se renueva, por los mismos incentivos que el modelo genera. En Argentina, salvando las distancias, ocurre algo parecido. Mucha gente piensa que Cristina fue peor que Néstor Kirchner, pero es una confusión entre las escenas y la película completa. Si se viola la propiedad privada, si se altera el sistema de precios y se pretende dirigir la economía de manera centralizada, el fracaso es el único resultado posible. La intensidad del colapso va en relación directa con el nivel de seriedad que se adopte el programa dirigista y estatista.
Sin embargo, algunas largas dictaduras han hecho que los déspotas terminen pagando los platos rotos del mismo modelo que ellos generaron y de los que disfrutaron antiguos apogeos. Uno de los casos es el de Rumania y Nicolae Ceaucescu, amo y señor de su país entre 1965 y 1989.
Ante el fracaso propio y la implosión de la URSS, Ceaucescu hizo lo posible para mantener su imperio comunista personal, pero fue en vano. La última escena de su poderío fue también la manifestación de su decadencia. El déspota salió al balcón, acompañado de su esposa, y el discurso fue el principio del fin. Prometió más migajas en medio del colapso, pero su suerte estaba echada. Fue un 21 de diciembre de 1989, cuatro días antes de su muerte.
Su tocayo, que probablemente sea más consciente de que está cercado, dio su discurso en el balcón pero en un evento “cerrado”, en el Palacio de Miraflores y para sus propios seguidores. Es probable que sepa que ya no tiene ni la garantía de sobrevivir a un discurso al que tenga acceso la población en general.
Los denominadores comunes de las postales son varios: un modelo fallido, un gobierno en decadencia, un déspota que no quiere retirarse, pero también un destino sellado. En el caso de Venezuela, aunque también la suerte esté echada, queda por develarse cuándo se terminará la dictadura, cuantas víctimas mortales se cobrará aún la represión y que tanto más dañado queda el tejido social del país en vísperas de una transición a la democracia.