Argentina tiene serios problemas económicos, eso no es nuevo. Pero además de todas las complicaciones que vienen de la mano de un país sin moneda, de un alto desempleo, de baja productividad y de un aislamiento desmesurado, las complicaciones financieras finalmente repercutieron en la personalidad de los argentinos.
El emprendedurismo es casi nulo (lógicamente) y no existe un deseo de mejorar las perspectivas económicas en la mayoría de las personas. Los argentinos, que cuentan con la suerte de tener un empleo con cierta tranquilidad, tienen como objetivo primordial mantener lo que han logrado conseguir.
El temor al telegrama de despido y las paupérrimas proyecciones económicas hicieron estragos en una nueva generación. Hoy, muchísimos jóvenes tienen como sueño llegar a ser empleados públicos. Cabe destacar que no estamos hablando de alguna vocación en concreto, que se desarrolle dentro del ámbito gubernamental. Da lo mismo administrativo, cafetero en el Congreso o inspector municipal. La estabilidad del empleo público aparece como un sueño para una generación sub30 que carece por completo del hambre que tuvieron los abuelos cuando llegaron al país. El contexto confabula para que estas cuestiones se acentúen.
Un sector privado cada vez más escuálido y un Estado que no pierde ninguno de sus privilegios se retroalimentan como un círculo vicioso que amenaza el deseo de progresar económicamente. Es que en la Argentina, de hace varios años a la fecha, el éxito y el desarrollo es producto de la prebenda en la mayoría de los casos. No están dadas las condiciones para que florezcan las ideas o la innovación. El suelo es árido y hostil. Lo poco que se asoma, en contra de todas las condiciones, no alcanza para darle la vuelta a un presente sombrío.
Pero este ambiente turbio tiene sus excepciones, muchas de las cuales son “importadas”. Como miles de jóvenes venezolanos, que tuvieron que abandonar su país por una situación incluso peor, las familias inmigrantes de Bolivia representan en tantísimas ocasiones un ejemplo que merece ser destacado.
Mientras que en la mayoría de los casos los argentinos se han conformado con “cumplir horario” en sus labores, los grupos familiares provenientes de Bolivia se muestran con un empuje que los locales han perdido hace más de una generación. Habría que irse hasta los llegados de los barcos de Europa para encontrar ese espíritu emprendedor y esa ambición de mejorar. Aunque sea partiendo de las bases más humildes.
Las verdulerías, tan típicas que se ven en Buenos Aires y el resto del país, son un ejemplo de esto. No solamente por el rol que desempeñan las parejas en los comercios, sino por el lugar que le dan a sus hijos, en la más temprana edad. El progresismo y el pensamiento políticamente correcto hicieron que sea mal visto que un niño tenga experiencia laboral desde temprano. Se confundió por completo la desgracia de que algunos chicos tengan que trabajar para comer, o los casos vergonzosos de explotación infantil con lo virtuoso de que un niño acompañe a sus padres en sus labores.
Claro que el trabajo no debe ser ni lo fundamental ni una preocupación para cualquier chico, pero que pueda colaborar con su núcleo familiar y llegar a la mayoría de edad con experiencia, prepara sin dudas para lo que deparará la vida de adulto. Muchos argentinos se encuentran redactando su currículum a los 18 años y llegan tarde, sin armas, a un mundo con cada vez menos posibilidades. El roce temprano con el trabajo, sin dudas, hará que los muchachitos bolivianos que hoy ayudan a sus padres en sus negocios sean mucho más despiertos que los que no han hecho absolutamente nada hasta la mayoría de edad.
Aunque estos comportamientos sean dignos de reconocer, en muchos casos, como en el resto del mundo, en lugar de imitar el comportamiento virtuoso del extranjero, se cae en el lugar común de la xenofobia. Aunque estos fenómenos, afortunadamente, tienen cada vez más repudio en las sociedades modernas, no faltan los estúpidos que se indignan por las diferentes costumbres o por la amenaza que representan “a las fuentes de trabajo” locales.
Claro que Argentina necesita un rotundo cambio de modelo económico y un renacer en el espíritu de las personas. Pero mientras se hacen los cambios, o se intenta hacerlos, es válido recordar y reconocer los buenos ejemplos, que no siempre son autóctonos y locales.