En la economía la mayoría de las cosas son predecibles. El movimiento de los agentes económicos, la innovación, los niveles de crecimiento o demoras en las salidas de los procesos de recesión pueden ser bastante inciertos, claro, pero en lo que mal se llama “macroeconomía” (que no es otra cosa que la suma de las “micros”) generalmente si se hace A ocurre B y si se intenta con C, por ejemplo, se obtiene D. La oferta y la demanda, la escasez y el comportamiento de los hombres ante estos estímulos es claro y anunciado. Hace 4 mil años, como bien documenta el libro de Butler y Schuettinger, que las intervenciones a manos de los gobernantes en el mercado arrojan los mismos resultados. Esto no debería sorprendernos, lo que sí debería generar sopresa es la insistencia con estas iniciativas fallidas.
Desde que Mauricio Macri había eliminado (tiempo pretérito, porque ya volvió en sus pasos) el control de cambios del kirchnerismo, la palabra “blue” había pasado al arcón los recuerdos para la mayoría de los argentinos. Si bien las operaciones blue seguían existiendo (las que por algún motivo evitaban el control) al no existir restricciones para la compra de dólares, el término había caído practicamente en desuso para el público general y había desaparecido de las placas de los noticieros y de las tapas de los diarios. A una semana, el color azul en inglés (más cool que el histórico “negro”, por los tradicionales mercados clandestinos) volvió a la discusión pública con la fuerza de los días del cristinismo.
“Dólar oficial: 57. Dólar blue: 59”. Eso quiere decir que si una persona va legalmente al banco para comprar (menos de 10 mil dólares al mes) puede adquirir la divisa norteamericana por dos pesos menos. Si alguien que ya cambió ese monto necesita más consigue en la informalidad, pero a dos pesitos extra.
El renacimiento del casi desaparecido blue no debe causar ninguna sorpresa. Hasta el nuevo ministro de Hacienda, Hernán Lacunza, reconoció que podía haber “algún tipo de cambio paralelo” desde el “cepo light” que se impuso a principios de la semana pasada.
Pero como el retorno del oficial y del diferenciado no debería causar sorpresa, tampoco deberíamos asombrarnos de lo que viene. Si bien la enorme mayoría de los argentinos no tiene ninguna posibilidad de comprar 10 mil dólares mensuales, esto no quita que la restricción no los afecte: sí lo hace y mucho, en lo que tiene que ver con la previsibilidad necesaria para las inversiones menesterosas para conseguir y mantener un empleo. Pero si todo sigue su curso, hay que tener en cuenta el “cepo light M” puede perder su condición de “bajas calorías” para convertirse en el “cepo K” puro y duro que todos conocemos. Casualmente esto puede coincidir en diciembre con el regreso de Cristina Kirchner a la vicepresidencia.
Si se mantiene la caída en la demanda de dinero (pesos nacionales) y los argentinos van al dólar o al supermercado para quitarse sus billetes del Banco Central de encima, cuando se termine la distorsión (en términos argentinos, cuando se acabe la joda) y se dejen de liquidar reservas para apaciguar la demanda, el escenario es cantado como un tango de Gardel: o se libera el tipo de cambio con una devaluación (sinceramiento) descomunal o se reduce el cupo de 10 mil y se amplía el spread entre en “blue” y el “oficial”. Es decir, que no existirá ningún beneficio concreto cuando llegue el momento de analizar la última versión del control de cambios de Argentina.
La única finalidad de todo esto (que bastante caro le saldrá al país) es que Mauricio Macri termine su mandato con un dólar de dos cifras y sin hiperinflación. Pero si la olla sigue sumando presión, las dos cosas quedarán a la vuelta de la esquina cuando haya que poner blanco sobre negro. Los argentinos que peinan canas (y los que ya no tienen pelo) recuerdan el “rodrigazo”. Lamentablemente, ese es otro de los muertos vivos resucitados con los que podríamos tener que lidiar en el futuro si todo sigue como hasta ahora.