Con motivo de las protestas masivas en Chile, que llevan como bandera el “problema” de la desigualdad, vale reparar en una discusión que a simple vista parece terminológica, pero que es mucho más que eso.
Es usual escuchar en los debates políticos en todo el mundo (mucho más en América Latina) que la desigualdad es uno de los desafíos a “solucionar” por las democracias modernas. El índice de Gini, que se utiliza para saber cuan desigual es la repartija entre ingresos y patrimonios, es una de las herramientas preferidas de la izquierda para el debate en cuestión.
El tema es que aunque los espacios izquierdistas y socialdemócratas son los que traen la cuestión a la agenda, el bando de enfrente, ya sea de centroderecha, conservador o liberal, parece aceptar la premisa. Aunque propongan otras cosas para incrementar los ingresos y el bienestar de los sectores más postergados, o avalan o dejan pasar la idea de que la desigualdad es injusta, por lo que hay que reducirla y, si es posible, terminarla.
Aunque suene chocante para la concepción y la estructura mental de la mayoría de las personas, es fundamental internalizar y hacer carne la idea de que la desigualdad (en términos económicos) es natural y que todos los intentos en pos de igualar ingresos y salarios, lejos de solucionar el problema, incrementarán el drama de la pobreza (que sí es un problema y solucionable).
Si se reconoce y se le da por válida la tesis del problema de la desigualdad al campo “progresista”, no importa cuánto crezca un país ni cuanto reduzca sus índices de pobreza. Siempre estará vigente el reclamo de los que “más y menos tienen” y se puede caer en la irresponsabilidad total de un programa que dé por tierra las mejoras económicas concretas y reales de cualquier país.
Si la desigualdad fuera realmente un problema, tendríamos que estar de acuerdo que una situación de 10 personas, con un ingreso de entre 10 y 100 dólares, estarían mejor que otras 10 que cuentan con ingresos de entre 100 y 100000. Al aceptar que todos somos diferentes, debemos reconocer que asignamos de manera distinta nuestros recursos. Incluso osila la diferencia de entre lo que consumimos, ahorramos, invertimos o despilfarramos. Ya al entrar en un supermercado, al elegir un producto a otro, al escoger una película en el cine, o incluso si preferimos quedarnos en casa a descansar y ver televisión, ya estamos asignando recursos para los demás. La diversificación y las preferencias de todas las personas generan los ingresos y el capital con los que todos, eventualmente, terminamos contando.
En el marco de una economía abierta y libertad de mercado, sin dudas que varios personajes darán en la tecla y se convertirán en millonarios. Pero poco sentido tiene señalar con el dedo a Mark Zuckerberg, cuando la mayoría de nosotros tenemos una cuenta de Facebook. El asunto es que en una economía basada en la libertad, esas posiciones tan envidiadas se logran en base al mérito del éxito a la hora de servir al prójimo.
En las economías cerradas, que suprimen la libertad de las personas en nombre de la iguldad, los privilegiados (que realmente se relacionan con privilegios en sí) también existen. Son los que se acomodan al calorcito del poder y la burocracia, que en lugar de ofrecer bienes y servicios al pueblo, lo regulan en su perjuicio.
Si corremos el foco de la desigualdad y lo ponemos en la pobreza vamos a ver dos cosas que se comprueban en todos los índices de ingreso per cápita y libertad económica: en los sitios donde el Estado aparece como el jugador que “redistribuye” para “solucionar” el problema de la desigualdad, los ingresos caen y la pobreza, y el desempleo son más altos.
En cambio, en las sociedades menos envidiosas, donde ser rico no es mala palabra, vemos otros fenómenos: los dueños de grandes fortunas son emprendedores exitosos (en lugar de capitalistas amigos del Estado) y las clases medias son fuertes y viven sin sobresaltos. Allí también la miseria resulta ser marginal y los datos del desempleo tienen más que ver con cuestiones voluntarias. El drama de no conseguir trabajo parece una realidad de los países donde la legislación laboral y los impuestos (en nombre del derecho de los trabajadores y de los fondos para los más humildes) ofician de tapón para que alguien consiga facilmente una fuente de trabajo.
Paradójicamente, el “igualitarismo” más sano se vive en los países que tienen economías más abiertas, impuestos más razonables y Estados más limitados. Allí no es extraño encontrar en el transporte público al dueño de una empresa viajando en el mismo tren que sus empleados. Pero sin duda, donde la desigualdad aparece como algo absolutamente indignante y escandaloso, es en el marco de los experimentos socialistas, las “clases sociales” son casi siempre estancas y de por vida. La mayoría del pueblo vive en pobreza y sin libertad, la clase media es mínima, y son los dueños del partido los magnates.
Aunque parezca una cuestión menor, y sea complicado ir muchas veces contra los dogmas establecidos, las discusiones del ámbito terminológico y las vacas sagradas de la izquierda deben ser discutidas. Una vez que se plantan estas banderas, el ámbito de las políticas públicas se desarrolla en el marco del clima de ideas que imperan en el debate general.