Para el Gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner la grave situación económica que complica a los argentinos no tiene que ver con el estatismo desmedido, el déficit fiscal y las distorsiones de la economía. Todo lo contrario. Para las flamantes autoridades esas cuestiones son las herramientas para salir del problema. Eso sí, hace falta “solidaridad” también. Una solidaridad que se implementará desde el Estado y que servirá para acompañar una serie de medidas delirantes y contraproducentes que lo único que conseguirán será sumergir aún más al país en el más profundo de los desastres.
El proyecto de ley de “Solidaridad Social y Reactivación Productiva” que el oficialismo mandó al Congreso tiene 55 páginas, 86 artículos y, definitivamente, no es lo que Argentina necesita. Pero más allá de la divergencia entre medios y fines, y la obstinación en las recetas fracasadas que llevan al aislamiento comercial y al crecimiento de la burocracia, cabe reparar en una cuestión terminológica, pero no menor.
El Estado es, por definición, el monopolio de la fuerza. Podemos discutir sobre si su existencia es positiva, necesaria o no, como también podemos debatir sobre el alcance de su ámbito de influencia. Lo que es un hecho es que lo que es estatal es obligatorio. Ni siquiera programas como “acuerdos” de precios o salarios deberían estar excluidos del ámbito de la coerción.
Cuando una empresa que debe subir los precios (producto de la destrucción del peso, de la inflación, de la emisión monetaria… y del déficit fiscal) “negocia” un congelamiento o un “precio cuidado” con el Gobierno, hay que reparar que esta negociación es con el dueño del látigo. Aunque el programa fracase sistemáticamente y lo único que haya son faltantes, cuando se ponen algunos productos en la góndola al valor que pide el Estado, la empresa no lo puso ahí voluntariamente. En cierta manera, cuando la víctima de un robo decide otorgarle su billetera a su victimario, el fenómeno es el mismo: el móvil es el temor de que si no se hace eso, será peor.
En contraposición con lo coercitivo gubernamental (y, otra vez, sin entrar en el debate si esto es moral, necesario o positivo), lo solidario es exclusivamente del ámbito privado. Esta, por definición, es voluntaria. Por lo tanto, más allá de que se enojen los redactores de esta ridícula ley, lo solidario es siempre liberal y nada más que liberal. No hay solidaridad ni caridad posible cuando no hay libertad de rehusarse a realizar dicha acción.
Como dice el profesor Martín Krause, San Pedro al recibir a una persona que acaba de pasar al otro mundo, no acepta como excusa para entrar al cielo el haber pagado impuestos. Para eso hace falta otra cosa distinta.
Resumiendo, el primer programa del albertismo es contraproducente y está destinado al fracaso. Los problemas que tiene Argentina son por causas que las autoridades no perciben y las soluciones que se proponen no hacen otra cosa que agravar el problema, ya que tienen el poder para conducirnos hacia un nuevo abismo. Además de esperar que luego de la próxima crisis tengamos una nueva oportunidad, lo único que podemos hacer es llamar la atención sobre las mentiras de un discurso hipócrita.
Argentina va a necesitar de mucha solidaridad real cuando decida ponerse en la ruta correcta y corregir. El país, día a día, tiene cada vez más pobres y excluidos. Pero cuando se comprenda que la salida a eso es la capitalización, el comercio y una burocracia limitada, la cantidad de personas en la máxima miseria serán muchas, muchísimas. Mientras el mercado hace lo suyo con su mano invisible torpe, lenta e imperfecta (que es absolutamente superior y eficiente en comparación al fracasado dedo del Estado), hará falta de mucha solidaridad para paliar las urgencias. Pero eso es algo completamente distinto a lo que el Gobierno plantea hoy en día.