La política internacional del Gobierno de Alberto Fernández es complicada. La alianza del Frente de Todos que lo llevó al poder tiene al kirchnerismo adentro. Es más, si no fuera por Cristina, hoy Alberto estaría en su casa dando eventuales entrevistas como comentarista político. Pero el espacio de la expresidente no es el único jugador en el poder. También está el peronismo tradicional, más cercano al presidente, y las visiones ideológicas (si queda algún espacio para esto en la política argentina) son diversas. La cuestión de Venezuela divide las aguas.
Fernández, ya desde la época de la campaña, buscó surfear las olas de la contradicción, pero no pudo quedar bien con nadie. Dijo que Nicolás Maduro representaba un Gobierno “autoritario”, pero evitó hacer referencia a una “dictadura”. Se enojaron todos. Para la izquierda kirchnerista sus palabras fueron inadmisibles, pero el resto del mapa político también se enojó: ellos consideran que se quedó corto.
En los días previos a la elección, Maduro le hizo un primer favor a Fernández, que buscaba consolidar el voto del espacio más moderado y crítico con el macrismo por la situación económica. El tirano venezolano hizo referencia a los “estúpidos” que hicieron eco del informe Bachelet, entre los que se destacaba el entonces candidato a presidente peronista. Tras la victoria electoral, Fernández dejó pasar el tiempo. Mientras tanto, la cuestión importante no pasaba ni por Caracas ni por Buenos Aires.
El tema preocupante para Alberto estaba más al norte. Quedó en evidencia que no hay agenda más importante para el presidente argentino que evitar el default con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El apoyo de Donald Trump es más que fundamental para este objetivo. Si bien el hombre fuerte de Washington le dijo a Fernández que lo apoyaría en este tema, el presidente argentino sabe que esto tiene un precio. Las relaciones internacionales están bastante ligadas a esta cuestión.
Ya el clima con la Casa Blanca no era el mejor tras el recibimiento a Evo Morales en condición de “refugiado político”. Washington consideró que la invitación al expresidente boliviano al país es un desvío de la dirección correcta y así se lo hizo saber a las autoridades locales.
Pero en el momento más complicado de la negociación con Estados Unidos a Alberto le cayó el maná del cielo. El burdo intento de golpe al Parlamento venezolano, con las fuerzas del chavismo impidiendo el ingreso de los diputados que respaldan a Juan Guaidó fue demasiado. Demasiado incluso para Argentina y México.
Al instante, el canciller de Fernández emitió un duro comunicado repudiando los sucesos y el kirchnerismo no pudo decir nada. Las imágenes hablaban por sí solas. Una cosa es defender el resultado de una elección dudosa y otra muy diferente es avalar a las fuerzas de seguridad (sobre todo desde el “progresismo”) que impiden el ingreso a la Asamblea de los legisladores democráticamente electos. Una cosa era la discusión sobre quién es el presidente legítimo, pero otra muy distinta era poder avalar lo que las cámaras y teléfonos celulares registraron el último domingo. El albertismo pudo separarse del chavismo y el kirchnerismo tuvo que guardar silencio.
Si algo faltaba para alejar más al peronismo del chavismo, era Diosdado Cabello, quien salió a increpar al canciller argentino, al que acusó de decir una “guaidiotez”. El dirigente chavista dijo que Argentina verá “de que lado de la historia se acomoda”. Ni lento ni perezoso, Washington salió a echar más leña al fuego de la mano del encargado del país para los asuntos venezolanos, Elliott Abrams. El funcionario también hizo referencia al asunto y aseguró que un Maduro cada vez más aislado ya no cuenta ni con el respaldo de la izquierda en América Latina.
Fernández fue afortunado y el autoritarismo chavista le sacó un problema de encima con Trump. Pero las necesidades argentinas son serias y para llegar a un acuerdo con Washington y el FMI, el presidente argentino necesitará de mucho más que suerte.