Alberto Fernández es optimista. Reconoce la problemática que heredó y no se cansa de reiterar que piensa “hacerse cargo” de todo. La particularidad de este momento político lo convirtió, inesperadamente, en el centro de la escena de un país del que hace tan solo un año era un exfuncionario de un gobierno corrupto del que se fue peleado. Pero la vida tiene vueltas.
Su exjefa, a la que se cansó de criticar públicamente, lo tuvo que ir a buscar (en un acertado movimiento) más por necesidad que otra cosa. Hoy, a un mes del nuevo Gobierno, el presidente logró consolidar un estilo propio y, por lo que parece, Kirchner se encuentra algo alejada del calorcito del poder real. Esto ya es un mérito de lo que se denomina hoy en la política argentina como el “albertismo puro”. El espacio que responde al presidente y que es independiente a la exmandataria.
Fernández consolida su “albertismo” con los gobernadores, los sindicatos y diversos actores políticos. Incluso dirigentes que se desempeñaban en Cambiemos (hasta antes de ayer) hacen fila para que los reciba el hombre de bigotes de la Casa Rosada. Esta cercanía, sumado al estilo descontracturado que recuerda a Carlos Menem o al primer Néstor Kirchner, difiere del modelo de Cristina, mucho más encerrada en su gente de confianza.
Ahora bien, la consolidación del poder político (que es cierto, dadas las circunstancias puede no ser poca cosa) no es suficiente, dada la gravedad económica argentina. “No entiendo mucho porque la clase media se enoja”, dice un presidente que comienza a dar los primeros pasos en la dirección opuesta al sentimiento de la calle. “Serán los más beneficiados”, asegura con respecto a su programa económico que, siendo justos, no merecería ni llamarse “plan económico”.
Con suerte, que hasta el momento parece que algo de eso hay, el Gobierno logrará evitar el colapso en el corto plazo y, con más suerte aún (y haciendo algunos deberes con relación a la política internacional), Fernández podrá esquivar el default total. Pero, sin lugar a dudas, la “Ley de Emergencia Económica” o el “Consejo contra el Hambre“, no brindarán las soluciones que Argentina necesita. Dada la gravedad de la situación, podemos llegar a decir incluso que, todo lo contrario.
En su optimismo poco racional, Alberto espera que la “clase media” se de cuenta de la reactivación económica que tendrá lugar luego del incremento del consumo de “los sectores más bajos”.
Pero claro, en Argentina no hubo ni un peso de inversión o de crecimiento de la economía real. Es decir, que el “impulso” que se espera por parte de de “los sectores más bajos” es meramente redistributivo: más impuestos a los sectores productivos y emisión monetaria. Siendo lo más “heterodoxo” posible, uno puede llegar a esperar que, en el mejor de los casos, este programa pueda resultar como paliativo para los más necesitados. Pero la torta de la economía argentina, más allá de como esté repartida, para marzo será más pequeña.
No hay que dejar de lado la posibilidad que una caída aún mayor en la demanda de dinero (relacionada con la inconvertibilidad del peso argentino) le de al gobierno otro importante dolor de cabeza inflacionario, de la mano de un Banco Central que ya empezó a imprimir papelitos de colores. Que la sociedad argentina discuta el nombre de los próceres que aparecerán en los billetes o si es mejor tener animalitos locales es un problema menos para un gobierno que, por ahora, y al igual que el anterior, parece esquivar las reformas de fondo.
En el caso de que Fernández, de cara a las elecciones de medio término, y esquivando una grave crisis, logre consolidar su esquema de poder político, deberá inevitablemente presentar un programa económico. Porque con lo que presenta el Gobierno hoy como opción, Argentina no va a ningún lado.