Como ocurre en todo el planeta, el tema de conversación es único. La charla que uno pueda escuchar al pasar se relaciona indefectiblemente con la pandemia del coronavirus (Covid-19) que tiene en vilo al mundo entero. Los tópicos pueden ser relativos al número de contagios, dados de alta y fallecidos, o los faltantes de alcohol en gel y las filas imposibles de los supermercados.
A simple vista, lo primero que llama la atención, pero que es absolutamente lógico, es la franja etaria de porteños caminando: las personas a la vista van de los 15 a los 60 años. Por las calles de Buenos Aires no se ven chicos ni ancianos. Si bien no hay clases en los establecimientos primarios y secundarios, los niños están todos guardados.
Los comercios presentan ciertos denominadores comunes. Las caras de los empleados es de fastidio y nerviosismo. Seguro no tienen ganas de estar detrás del mostrador, pero los pequeños comercios tienen el dilema de la frazada corta: si priorizan el cuidado no facturan y viceversa. En las grandes empresas espaldas más amplias, pero la mayoría de los negocios con mini Pymes y los trabajadores conocen a la perfección los ingresos de los propietarios. Si no hay “laburo” no come nadie.
En el interior del país, como en la ciudad de Pinamar, los empleados municipales salieron a la calle a cerrar negocios que no cumplan funciones primordiales en medio de la pandemia. En la capital el fenómeno todavía no sucedió, pero en cualquier momento se produce de facto y por cuestiones de mercado: en los negocios que no proveen alimentos, medicamentos o elementos de limpieza están desiertos. Seguramente es cuestión de días para que bajen sus persianas por obligación o por sentido común.
Los buses de corta distancia (colectivos), cabe destacar que los de larga han sido suspendidos, están cumpliendo a rajatabla la nueva normativa: nadie baja parado. Cuando los asientos se acaban, el conductor no sube a nadie más. Claro que la contracara de la medida se ve en las estaciones, donde varias tienen largas filas.
Otra cuestión repetida es el límite máximo de personas que se admiten dentro de los locales abiertos. En las puertas se ven carteles que indican el número de clientes que pueden ingresar simultáneamente. Las farmacias son más restrictivas. En varias hay números de atención en la puerta. Uno para los clientes de más jóvenes y otro para los ancianos. Los mayores tienen número prioritario para minimizar la espera, aunque no se los ve por la calle.
Los momentos de distracción son mínimos. Si uno debe salir a la calle por algo extremadamente necesario, y logra olvidarse por un instante de lo que está ocurriendo, una escena repetida pone las cosas en su lugar: ya dejó de ser rara la postal de una persona de barbijo entrando o saliendo de un lugar, con una valija como para irse de viaje, para seguramente someterse al aislamiento extremo o para ir a un hospital. Alrededor de estas personas preocupadas se ven a los familiares y amigos, pero a distancias considerables. Aunque los especialistas ya dijeron que es en vano, ante estas escenas hacemos todos lo mismo. Contenemos la respiración, como si sirviera de algo. De a poco la paranoia se apodera de todos nosotros.
En las próximas horas se esperan nuevas normativas para regular la vida de los supermercados. Si bien las cadenas ya restringieron algunos productos a pocas unidades por persona, no se descartan iniciativas oficiales. En sintonía con el transporte público, se evaluaría un número máximo de clientes permitidos dentro de los establecimientos.
Si algo está circulando con más velocidad que la pandemia del coronavirus es el miedo. Con el correr de las horas las bromas van dejando lugar a la incertidumbre y los festejos por las licencias laborales se van opacando por el temor de una situación similar a la de España o Italia.
Aunque el pánico no va a servir de nada y sea mal consejero, lo cierto es que hay que extremar los cuidados dentro de lo posible. Que el papa sea argentino no brinda ninguna garantía en momentos como este.