“Te fuiste para el lado de los colectivistas, echando veinte años de coherencia por la borda”. Así empezó mi mañana del primer día de cuarentena forzada en Argentina, con la acusación de la supuesta traición que cometí a la causa liberal. El denunciante es un viejo amigo de causas políticas, con el que disentimos muchas veces en la coyuntura, pero pocas en las cuestiones importantes de fondo. ¿En que se basa la causa? Mi “respaldo” al mensaje del presidente, Alberto Fernández, que ordenó que nos quedemos en casa hasta el 31 de marzo. Sin embargo, todos sabemos que en realidad es hasta nuevo aviso, ya que esto podría extenderse aún más. Mucho más.
Recibir con beneplácito la orden de un presidente peronista, socio de los kirchneristas, es raro. No me pregunto públicamente si tengo fiebre, porque esto termina mal. No es momento…
¿Debo acaso entregar el carnet de libertario? ¿Perdí mi certificación de pureza ideológica? ¿Un tema de actualidad dejó en evidencia mi falta de principios? Lo cierto es que por primera vez en la vida me encontré defendiendo un punto de vista pragmático, si se me permite el término. Debo reconocer que leerme argumentar en este sentido me llama poderosamente la atención. Mi perspectiva fue siempre clara (y puede que un poco altanera, ahora pienso): “cuando hay pragmatismo es que no hay principio alguno”, fue siempre el dogma.
El tema de la pandemia y la cuarentena obligatoria abrió una nueva grieta en el liberalismo argentino. La segunda importante de los últimos tiempos, luego del debate de la legalización del aborto. Las posiciones son claras: las restricciones a las libertades básicas no pueden ser aceptadas, dicen unos. Poner en riesgo a los demás no es hacer uso de las libertades individuales, dicen otros.
“Me insultaron amigos y otros me eliminaron de las redes sociales”, comentó en Facebook la eminencia del liberalismo nacional, Ricardo Manuel Rojas. La grieta de la pandemia del coronavirus (COVID-19) es irrespetuosa y parece que no reconoce mucho de autoridades.
En medio del tiroteo salvaje entre los libertarios y los más conservadores quedaron unos pocos “liberales clásicos”, que no tienen tanta renovación generacional por estos días en medio de la proliferación de los nuevos”ancaps” y “paleos”. Ellos manifiestan que no hay demasiado que debatir, ya que esta es una de las mínimas funciones que debe tener el Estado. Pero la virulencia entre los otros dos bandos copa la parada.
No me olvido de los argumentos lógicos de Jesús Huerta de Soto (más allá de su exageración de asegurar que el liberalismo clásico es peor que el nazismo o el comunismo) y le reconozco que los incentivos del Estado son siempre perversos y tienden, inevitablemente, a agrandar el leviatán. Será mi hipocondría que me amigó con ese minarquismo de juventud, cuando leía más a Adam Smith que a los austríacos, a los que no conocía muy bien por entonces. Ya que menciono al gran escocés (sí, hoy no le voy a cuestionar su equivocada teoría del valor, ni me voy a preguntar si fue el responsable del marxismo) quiero recordar una idea de La teoría de los sentimientos morales, que puede hacer un aporte constructivo al momento delicado.
En la obra de 1759, Smith reconoce que es normal que nos ocupemos más por nuestros vecinos y amigos cercanos en situaciones de tragedia y desdicha que por los demás. Su propuesta no es cuestionar si está bien o está mal que nos preocupen más los “nuestros” que los ajenos. Hace una descripción de las cosas como son.
Si en algo vamos a estar de acuerdo entre los liberales en disputa es que el Estado es bastante inútil. Puede ser medianamente eficiente en obligarnos a guardarnos, pero sin dudas no tendrá ninguna herramienta efectiva para solucionar los problemas colaterales que generará el aislamiento forzoso extendido. Como siempre, lo que se pretenda hacer en este sentido será contraproducente y se repetirá la escena del elefante en el bazar. Sobre todo si el Estado en cuestión es el argentino.
Pero asumiendo el desastre de la planificación centralizada y apelando a la responsabilidad individual, los liberales podemos (y debemos hacer algo en este momento complicado). Las consecuencias económicas macro serán desastrosas. Eso es obvio. Lo único que podemos preguntarnos es cuánto daño dejará la pandemia. Pero hoy no es momento de preocuparse (o sí de preocuparse pero no de ocuparse) de eso.
Algunos tenemos la suerte de mantener nuestros trabajos, los que podemos desempeñar desde la comodidad de nuestros hogares y nuestros ingresos no corren riesgos en lo inmediato. Esta situación se ha convertido en casi un privilegio que no todos tenemos. De persistir esta situación, muchos de nuestros vecinos y amigos estarán en problemas en el corto o el mediano plazo. Sobre todo las familias numerosas que se han quedado sin ingresos de la noche a la mañana y los adultos mayores que tienen la movilidad más restringida que nunca.
En lugar de discutir filosofía hoy podemos hacer algo y ayudar. Levantar el teléfono al familiar o al amigo que sabemos que puede estar en problemas y ofrecerle nuestra ayuda. Si algo nos demostró este desastre es que podemos sobrevivir con algo más de austeridad a lo que acostumbramos.
Veamos si el vecino necesita algo, repasemos en nuestra cabeza si nuestros seres queridos y conocidos tienen la alacena lo suficientemente para pasar el rato. Tratemos de tener cubierta una pequeña red para hacer lo que el Estado no puede, no quiere y no hace. La historia argentina tiene antecedentes muy ricos en materia de cooperación social voluntaria. El libro de Martín Krause y Alberto Benegas Lynch (h) En defensa de los más necesitados hace un interesante repaso de estas redes de contención ejemplares, que fueron barridas por el desastroso y mal llamado “estado de bienestar”.
Desde lo voluntario, individual y de manera descentralizada, podemos dar un aporte que termine generando un impacto en lo colectivo. Como liberales sabemos que no hay nada rescatable en el colectivo que no sea el resultado de la libre acción de los individuos.
Nuestra agenda sigue vigente, claro. Hay que incrementar la crítica a los delirios de los precios máximos, estar atento ante los dislates autoritarios que pueden llegar, denunciar más que nunca la inutilidad de la burocracia estatal, que hoy queda en evidencia total que es, justamente, inútil.
Pero también podemos rescatar valores nuestros como el optimismo y la solidaridad. Ser optimista es pensar que tendremos un futuro mejor y eso solamente se consigue en libertad. La experiencia del mundo lo demuestra una y otra vez. También recordemos que no hay forma de ser solidario a la fuerza. Aunque la izquierda pretenda esa bandera para ellos, la solidaridad es liberal y voluntaria o no es.