“Hoy los ojos de Argentina están puestos en la puerta del edificio de Sara. Todos nos preguntamos si decidirá salir a tomar sol. Un Gobierno entero, incómodo y nervioso ruega que no”. Con esa oración terminé un artículo titulado El peligroso camino que decidió recorrer el Estado argentino de la semana pasada. Aunque el terremoto que generó la abuela de 85 años, que salió a tomar sol en medio de la cuarentena, fue grande, en el fondo me pregunté si ese final de la nota no era un tanto exagerado. Parece que no…
La señora que decidió tomar una reposera, sentarse bajo el sol (con guantes, protección y barbijo), ignorando los pedidos de la policía, pudo poner más en duda la cuarentena estricta de Alberto Fernández que todos los economistas liberales que recorren los medios de comunicación, advirtiendo el desastre que se viene, con toda la evidencia empírica en la mano. A veces hace falta eso, un acto valiente y simbólico desde la individualidad.
El presidente, que cosechó increíbles números de aprobación al comienzo de la cuarentena, comienza a sentir el desgaste de su propia estrategia. Una cosa era decirle a la gente hace varias semanas que se quedarían en sus casas por unos días, percibiendo la totalidad del salario por algún tiempo y otra muy distinta es cuando los argentinos comienzan a sentir que sus fuentes laborales corren riesgos, por más decreto que prohíba los despidos. En medio del hartazgo general, donde la gente ya reclama en sus redes sociales que quiere tener sexo, tomar aire o juntarse para una cerveza con amigos, Sara pateó el tablero y revolucionó todo.
Alberto, el patrón de la cuarentena (rol que él eligió en su momento y de a poco comienza a patearle en contra), como disfrutó de los índices de aprobación cuando se disfrazó del héroe de la salud pública al principio de todo esto, un día se convirtió en el autoritario que le mandó a la policía a una viejita de 85 años. No importa que los oficiales respondan al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. El presidente, más que nadie, está relacionado con el encierro generalizado porque así lo quiso él.
Evidentemente, el Gobierno nacional tuvo un intenso debate alrededor del fenómeno Sara. Aunque la señora regresó a su domicilio, y en teoría comenzó el trámite de las multas y procesos legales, algo había que hacer de acá en más. O se habilitaba algún tipo de permiso especial para estos casos o se reivindicaba el accionar policial, por más incómodo que esto sea, para desincentivar los inevitables futuros casos de desobediencia civil.
En su presentación del fin de semana, donde confirmó la extensión de la cuarentena, Fernández hizo referencia a un “permiso especial”. Sin nombrar a Sara, y como si nada hubiese pasado, el presidente dijo que los argentinos tenemos derecho a una hora de “esparcimiento”, en el radio de los 500 metros del domicilio. No hace falta ser muy suspicaz para relacionar todo esto con lo ocurrido durante los últimos días. De esta manera, Presidencia de la Nación consiguió una “salida elegante” para el problema inesperado que trajo Sara y su reposera.
Sin embargo, en un hecho sin precedentes en la política argentina, las autoridades de la Ciudad, Provincia de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe, emitieron un comunicado conjunto para informar que no obedecerán al Poder Ejecutivo nacional. Las cabezas de Gobierno, de diferentes signos políticos, confirmaron que no están dadas las condiciones para que en sus distritos, los mayores conglomerados del país, pueda ponerse en marcha la iniciativa propuesta por Alberto.
Resumiendo, para todos los argentinos que vivimos en estas grandes zonas urbanas no cambió absolutamente nada. Sin embargo, Fernández pudo vestirse de bueno por un rato y darnos permiso para salir a la calle. Ahora, los argentinos podemos echarle la culpa a alguien más. Mientras tanto, Horacio Rodríguez Larreta, intendente porteño, sigue con un ojo en la puerta del edificio de Sara y espera que el tiempo en Buenos Aires siga nublado y lluvioso como el fin de semana.