English51,4% de los argentinos votamos a Mauricio Macri como próximo presidente, sin saber exactamente qué proyecto estábamos eligiendo. Algunos, incluso, votamos por él sin estar convencidos de que fuera una buena opción, sólo considerando que era la única alternativa para acabar con la tiranía K.
Su campaña se diferenció de la de Scioli más por la forma que por el contenido. ¿La forma? Mantuvo un discurso calmado, conciliador y optimista.
Pero, ¿y el contenido? Prometió mantener los planes sociales, mantener Aerolíneas, Tecnópolis e YPF; mantener las asignaciones universales por hijo, mantener un Estado presente en todo. En el medio de su campaña inauguró un monumento a Juan Domingo Perón (el más grande populista de toda la historia argentina) y se jactó de no haber despedido a nadie durante su gestión como jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Por otro lado, por un breve instante, se dio cuenta que su discurso estaba asustando al sector más liberal de sus votantes. Fue ahí cuando mandó un mensaje en un programa de televisión. Sin decir demasiado, pidió que no nos preocupáramos, ya que él “continuaba firme a sus principios de siempre”.
Pero, ¿cuáles son esos principios?
Macri logró convertirse en un misterio. Muchos nos preguntamos si eligió el discurso populista porque realmente lo cree o si fue simplemente para ganar votos en una Argentina donde la mayor parte de la población, consciente o inconscientemente, continúa adhiriendo a ideales con tendencia socialista.
Bueno, llegó la hora de la verdad y descubrir qué camino eligirá.
Dos caminos y un desafío
El poeta Robert Frost escribió:
Dos caminos se dividían en el bosque, y yo…
yo tomé el menos transitado,
y eso ha hecho toda la diferencia.
Macri tiene dos caminos: el fácil y el correcto.
El fácil es más de lo mismo. No hace falta ni detenerse. Sólo continuar.
El correcto, obviamente, es el complicado porque no cuenta con el apoyo de la mayoría y porque implica ser políticamente incorrecto. Requiere hacer los ajustes necesarios. Requiere limitar las funciones del Estado, despedir gente, privatizar las empresas estatales que pierden millones por día, liberar el mercado, terminar con el cepo cambiario, quitar los privilegios a determinados grupos y reconocer a viva voz que un país no puede crecer cuando su principal política es saquear a unos para dar a otros.
En definitiva, significa decir y hacer lo que muchos no quieren oír, ni quieren que se haga.
El futuro no está garantizado. Tenemos que difundir ideas, dar la batalla cultural y preparar el campo para que los cambios verdaderos puedan darse
Ese será el principal desafío de Macri. Tomar el camino difícil —aunque en el proceso muchos lloren, griten y pataleen— y llevar al país hacia el saneamiento económico y psicológico que permita a cada individuo poder y querer pararse sobre sus propios pies y no sobre la espalda ajena. Llevar al país hacia un lugar donde cada uno pueda y quiera comer, vivir y crecer gracias al sudor de su propia frente y abandonar el rol de víctima impotente y dependiente de los favores del Estado.
Macri tendrá que elegir. Y su decisión lo definirá como persona y como político. ¿Será otro más del listado que mantuvo a la Argentina en el anonimato? O será recordado como el nuevo Alberdi?
¿Logrará poner a la Argentina nuevamente entre los primeros países del mundo? ¿O continuará el camino hacia la decadencia? ¿Tomará el camino fácil o el menos transitado?
Pronto lo descubriremos.
El cambio de cultura, nuestra responsabilidad
Pero la responsabilidad de cambiar no es sólo de Macri y de Cambiemos, la alianza que lo llevó hasta las urnas. Los políticos poco pueden hacer si la cultura vigente no se los permite.
Adaptando una frase de Peter Drucker, el filósofo Stephen Hicks dijo: “La cultura se come a la política por desayuno”. Más claro y más cierto, imposible.
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Aquellos que comprendemos que la política es consecuencia de las ideas imperantes y no al revés, tenemos una responsabilidad en nuestras manos: consolidar el cambio cultural que permitió el cambio político del domingo pasado, para que el mismo eche raíces y no sea sólo la consecuencia de un simple viento de cola que, en cualquier momento, cambie nuevamente de dirección.
El futuro no está garantizado. Tenemos que difundir ideas, dar la batalla cultural y preparar el campo para que los cambios verdaderos y necesarios puedan darse. Y finalmente, pero no menos importante, tenemos que estar listos para controlar a los próximos gobernantes, marcarles los límites y los errores, exigirles rendición de cuentas y gruñir fuerte cada vez que intenten pasarse de la raya.
Podemos empezar de nuevo. Podemos cambiar. Lo que no podemos es distraernos ni un solo instante.
Como dijo Thomas Jefferson: “El precio de la libertad es la eterna vigilancia”.