
Muy atrás parece haber quedado la euforia manifestada por el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva al conseguir, en el 2007, que la XX edición de la Copa Mundial de Fútbol se realizara en Brasil, logrando así que este certamen se realizara por segunda vez en su país (la primera fue en 1950). Más atrás aun parece quedar el llanto del mismo Lula cuando en 2009 escuchó la decisión del Comité Olímpico Internacional de otorgar la sede de los Juegos Olímpicos de 2016 a Río de Janeiro.
La actual presidente Dilma Rousseff hace todo lo posible por parecer contenta en vísperas de este 12 de junio de 2014 cuando finalmente se inaugura el Mundial de fútbol. Corren rumores en su país de que hasta ha tenido que recurrir al gran Pelé, quien en recientes declaraciones públicas negó con insistencia que exista pesimismo entre los brasileños frente al Mundial y reclamó “no mezclar” los problemas políticos o las “corruptelas” del país con la imagen de la selección brasileña.
Sin embargo, la preocupación del gobierno de Rousseff es evidente y sobran las razones para que así se sienta. Han sido serias las dificultades en la organización del certamen, así como las manifestaciones por parte de movimientos sociales a causa de los gastos incurridos para su organización, la dirección trazada para sus obras públicas y, en particular, la construcción de 12 estadios. Los recursos que el gobierno ha destinado para la organización del evento ascienden a 11,500 millones de dólares, mientras los índices de inflación y desempleo suben cada dia. Según la reconocida encuestadora Datafolha, “En 2008, el 78% de los brasileños estaba de acuerdo con que su país organizara el Mundial, pero ahora sólo el 49%, y en 2013 el 48% pensaba que la Copa traería beneficios para el país, y en 2014 sólo el 36%”.
Es cierto, como sostiene el analista Rubén Aguilar Valenzuela, que el malestar popular es contra el gobierno y no en contra de la selección brasileña, pero el Mundial se ha convertido en un símbolo de las promesas sociales no cumplidas. Es igualmente cierto que trabajadores del metro de Sao Paulo decidieron suspender la huelga que mantenían desde hace cinco días para no entorpecer la inauguración del Mundial, pero bajo amenaza de retomarla sino se reintegran los 42 trabajadores despedidos por la medida de fuerza en esa institución.
Estos hechos muestran lo difícil que le será al gobierno mantener por un mes, hasta el 13 de julio que finaliza el Mundial, el orden público y paz social necesarios para que los juegos transcurran con tranquilidad, y para que mejore la imagen de Brasil como potencia emergente y la de Dilma Rousseff como líder. Porque si bien en las últimas encuestas la mandataria se mantiene como favorita para la reelección, la intención de voto popular a su favor para las elecciones presidenciales de este año no logra subir del 35%.
No cabe duda que una victoria o el logro de un buen puesto de la selección brasileña en el Mundial, además de un funcionamiento logístico decente del evento, le sería favorable a la Presidenta, aun más que el apoyo formal, ya conocido, que acaba de recibir de los partidos Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y Democrático Laborista (PDT) para su reelección en los comicios del 5 de octubre próximo. Lograr que la Copa del Mundo 2014 se transforme en “la Copa de las Copas” como ha asegurado la propia Rousseff, podría parar la pérdida de imagen y popularidad que ella sufre mes a mes, pero está por verse si esa ganancia le duraría hasta octubre.
Pero, como bien dice Rogelio Nuñez, si Brasil apenas logra un “Campeonato del Mundo mediocre y con dificultades y fallos puntuales que tiñan de gris la celebración, sufriría la imagen internacional de Brasil, que dejaría de ser el país latinoamericano de moda. Y sería un golpe más para Dilma Rousseff, que en caso de ser elegida, va a ser una presidenta mucho más débil que en su primera administración”.
En todo caso, más allá del famoso Mundial, el proyecto socialista de Lula-Rousseff en Brasil, al igual que el castro-chavista venezolano, está debilitándose aceleradamente, lo cual pone en jaque su histórica ambición de convertirse en una potencia regional y mundial.