Así como con respecto al deshielo diplomático entre Estados Unidos y Cuba, son numerosos los que piensan que la próxima visita del presidente estadounidense Barack Obama a Cuba logrará un cambio político, económico y social en la isla. La propia administración Obama se ha encargado de crear esta esperanza.
Inclusive, el discurso presidencial de apertura de relaciones diplomáticas entre ambos Gobiernos, el pasado 17 de diciembre de 2014, finalizó subrayando que “hoy los Estados Unidos optan por librarse de las ataduras del pasado para lograr un futuro mejor para el pueblo cubano, para el pueblo de los Estados Unidos, para todo nuestro hemisferio y para el mundo”.
Pero la verdad, lamentablemente, es que esta visita oficial per sé —como la apertura de relaciones bilaterales— no logrará el deseado cambio hacia la democratización y liberación de los cubanos. Por supuesto que esta primera visita de un presidente estadounidense a Cuba en 88 años tendrá impacto y desde ya ha llamado la atención del mundo entero; pero no pasará de allí, de lo simbólico y mediático, al menos que el régimen de los hermanos Castro sorprenda al mundo entero con el anuncio de un compromiso de cambio real.
Al menos hasta ahora, las señales que vienen de la dictadura más larga del continente, indican que no existe esa voluntad de cambio. Y sin ella, valdrán muy poco los mejores esfuerzos y las muchas concesiones que realicen el presidente Obama, el papa Francisco o cualquier otro líder democrático mundial.
A principios de este mes de marzo a través de varias vías, el Gobierno cubano volvió a dejar claro lo que ha venido afirmando desde el anuncio de la normalización de las relaciones diplomáticas hasta el momento: que la visita del presidente Obama y la nueva relación diplomática no significan una renuncia a su soberanía, ni a sus ideales “revolucionarios y antiimperialistas”, ni a su meta de construir “un socialismo próspero y sostenible para consolidar la revolución de 1959”.
La propia negociadora de la parte cubana en la reanudación de las relaciones bilaterales, Josefina Vidal, afirmó textualmente que “convivir no significa tener que renunciar a las ideas en las cuales creemos, al socialismo, a nuestra historia y cultura”.
[adrotate group=”7″]Es más, el Gobierno castrista no se ha quedado en palabras. En el transcurso del año y dos meses transcurridos desde el inicio del proceso de normalización entre ambos países, y a ocho meses de que estos vínculos se concretaran con la apertura de embajadas en Washington y La Habana, Raúl Castro no ha hecho sino confirmar en acciones su voluntad de no cambiar ni un ápice su régimen dictatorial.
De allí que las violaciones a los derechos humanos de los cubanos por parte del Gobierno hayan aumentado, que se haya incrementado el número de migrantes cubanos convirtiéndose muchos en refugiados en países centroamericanos, que el costo de la vida en Cuba siga en ascenso, y que la situación socioeconómica de la isla continúe igual de mal.
En realidad, los pocos cambios que ha habido, como el de un incremento visible de turistas a la isla, sólo han beneficiado las arcas del Estado y a algunos pequeños comerciantes vinculados con el régimen castrista.
Precisamente es con esta verdad en la mano con la que debería llegar Barack Obama a La Habana, si es que quiere dejar un buen legado de su gestión. Porque está bien que pase a la historia como el presidente estadounidense que reanudó las relaciones con la Cuba castrista y que haya hecho esfuerzos para mejorar la situación cubana —como sucedió con China y otros regímenes dictatoriales—, pero no como el que haya engañado y mentido a su pueblo, al cubano y a los demócratas del mundo vendiendo ilusiones, haciendo ver aunque tangencialmente que a través de esas relaciones cambiaría el régimen castrista y sucedería una apertura democrática y económica para los cubanos.
La verdad de lo que pasa en Cuba y lo que es y hace su Gobierno, a pesar de la reanudación diplomática con los EE.UU., debe ser dicha, denunciada, y proclamada por Barack Obama sin miedo; antes, durante y después de su viaje. Debería hacerlo con firmeza y sinceridad, y dejando muy claro —incluso con acciones y gestos— que la normalización de relaciones y su visita no garantizan una transición en Cuba; que apenas es un esfuerzo en torno a ello, y que tampoco significan que los Estados Unidos han pasado a ser amigos de los hermanos Castro.
Es, en cierta forma, lo que hace Raúl Castro, quien critica al “imperio” a sus anchas, al tiempo que estrecha las manos de líderes democráticos y sin vergüenza alguna se mantiene en la mesa de diálogo con los representantes estadounidenses.
Sólo así quedaría Obama como un líder democrático de altura, fiel a sus principios, y responsable con los ciudadanos estadounidenses y cubanos. Y una ocasión propicia para hacerlo sería durante sus reuniones con los disidentes y opositores con quien dice, se va a reunir.