Estoy con los que piensan que Venezuela ya entró en la fase decisiva de la crisis integral que padece y que una transición política está en puertas. De allí que varios políticos y analistas ya se encuentren pensando y diseñando esa mentada transición que, en certeras palabras del periodista venezolano Víctor Suárez: “será mucho más compleja que las anteriores (como la de 1958) y más profunda, porque ha sido trastocada el alma nacional, más prolongada porque los daños son medulares, más costosa que muchos planes Marshall porque recibiremos una ruina semejante a la que dejó la langosta en los campos venezolanos en 1881”.
- Lea más: Oposición reta a represores en Venezuela con marcha en silencio y encabezada por líderes de la Iglesia
- Lea más: OEA no aplicará Carta Democrática sobre Venezuela mientras el Vaticano sea mediador
Pues, en mi opinión, para que esos procesos de fase terminal y de transición lleguen a buen puerto y logren la creación de un gobierno de unidad nacional realmente estable, democrático y con gobernabilidad, es esencial que la Iglesia Católica, a través del papa u otro representante del Vaticano, tenga un papel relevante, de primera línea. Su ayuda y facilitación sería de gran utilidad en los inevitables y numerosos diálogos y acuerdos que esos procesos requieren entre la dictadura y la oposición, entre las diversas tendencias opositoras, y entre éstas y la sociedad civil venezolana
Sé que son muchos quienes prefieren que la Iglesia no se inmiscuya en política; que proliferan los descreídos tras el fallido intento de mediación del papa Francisco el año pasado, a favor de un diálogo entre el gobierno de Nicolás Maduro y la opositora Mesa de Negociación Democrática (MUD); y que no son menos numerosos los que desconfían de la posición política de un papa a quien consideran populista e izquierdoso.
No obstante, continúan siendo más numerosas (y beneficiosas) las razones para considerar una nueva mediación del Vaticano, la cual –por cierto- sigue siendo solicitada por Maduro, por varios líderes opositores, y hasta por personalidades extranjeras. El pasado 23 de junio, por ejemplo, los expresidentes de Colombia y de Bolivia Andrés Pastrana y Jorge Quiroga, junto a otras personalidades, se reunieron en el Vaticano con el secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin, para trasladarle su preocupación por la crisis en Venezuela y solicitar su ayuda y posible facilitación.
Entre esas razones, cabe señalar el evidente y enorme peso moral y político que, pese a los casos de corrupción, pederastia y otros, mantiene el Vaticano y sus representantes en el mundo entero, en particular en nuestro país donde el régimen castrochavista, durante 18 años consecutivos, no ha dejado de criticarlos, confrontarlos, y hacer todo lo posible por desprestigiarlos. Harto conocidos fueron los episodios de insultos que profirió el fenecido presidente Hugo Chávez contra los cardenales Ignacio Velasco, hoy fallecido, y Jorge Urosa, así como el cuerpo de obispos que desde muy temprano, hacia el 2000, empezaron a denunciar la deriva totalitaria y comunista de Chávez.
La Iglesia venezolana es una de las pocas instituciones –junto con algunas ONG y pocos medios de comunicación social- que mantiene una buena imagen en la mayoría de los sondeos públicos nacionales. La mayoría del pueblo la percibe cercana y solidaria a sus necesidades y sufrimientos. La ha visto clara y valiente frente a los vejámenes y agresiones del régimen contra la población indefensa.
En efecto, la Iglesia no ha sido indiferente al actual drama venezolano, no ha dejado de clamar justicia y democracia y de denunciar el proyecto chavista calificándolo sin rodeos de “dictatorial”. Tampoco ha dejado de criticar a la oposición cuando lo ha merecido ni de convocar al pueblo a abandonar el “pacifismo y el conformismo” y a luchar en las calles en defensa de la constitución.
A raíz de la propuesta de Nicolás Maduro de una Asamblea Nacional Constituyente, que a todas luces solo busca su permanencia en el poder y la de su cúpula mafiosa, además del quiebre definitivo del hilo constitucional, la Conferencia Episcopal Venezolana (CEV) declaró su más enérgico repudio a esa iniciativa, calificándola de “inconveniente e innecesaria”, toda vez que “lo que necesita y reclama el pueblo, en primer lugar, es comida, medicinas, seguridad, paz y elecciones justas.” El presidente de la CEV, monseñor Diego Padrón, llegó incluso más lejos al declarar que “con la implantación de la Constituyente, Venezuela sería comunista y perderíamos definitivamente la democracia.”
Otra razón que apuntala una nueva mediación del Vaticano es la claridad que ha alcanzado la Santa Sede sobre el complejo caso venezolano y la naturaleza del gobierno dictatorial. Ello se debe, por una parte, a la experiencia de haber servido como mediador en el 2016, intento que finalizó abruptamente en diciembre de ese mismo año con una carta privada enviada al gobierno por parte del propio Secretario de Estado Parolin, quien fue Nuncio Apostólico en Venezuela entre 2009 y 2013.
En esa misiva, que pronto se hizo pública, el cardenal expresó la preocupación por lo poco alentadores que habían sido los resultados del diálogo entre el Ejecutivo y la oposición, y le solicitó al gobierno que cumpliera con los cuatro puntos acordados en la mesa de negociación: apertura del canal humanitario, liberación de presos y detenidos políticos, pleno reconocimiento de la Asamblea Nacional y vía electoral para saldar diferencias.
Pero por otra parte, esa claridad y conocimiento se deben a que a pesar de las elucubraciones de algunos en torno a un supuesto distanciamiento entre el Vaticano y los prelados venezolanos en vista de las distintas actitudes frente a la dictadura -el primero, en especial el papa Francisco, más moderado por razones diplomáticas y los segundos más frontales y críticos-, ambas instancias de la Iglesia Católica actúan conjunta y estrechamente como bien quedó demostrado en la reunión que el pasado 8 de junio sostuvieron la CEV y el máximo jerarca católico en Roma. Incluso, como afirma el politólogo Guillermo Tell Aveledo, la CEV “influye más en la Santa Sede de lo que se podría creer”.
No hay que temer, pues, a cualquier tipo de participación o facilitación de la Iglesia Católica en la fase terminal y en la próxima transición política en Venezuela. Más bien hay que darle una fuerte bienvenida. Tonto sería rechazarla creyendo en la manipulación castrochavista de que el papa Francisco y el Vaticano se inclinarían a favor del régimen en esos procesos.