
El Gobierno de Juan Manuel Santos, por medio de la reforma tributaria, que actualmente cursa su trámite en el Congreso de Colombia, quiere gravar impuestos a las bebidas azucaradas y aumentar el del cigarrillo, entre otros productos. Sin embargo, quien ha dado la pelea para que estos dos impuestos sean una realidad es el ministro de salud Alejandro Gaviria, razón por la cual el PanAm Post quiso entrevistarlo para conocer a fondo los argumentos que los sustentan.
Impuesto a bebidas azucaradas
Uno de los temas más complejos que se viene en la reforma tributaria, que impulsa el Gobierno, es la introducción de un impuesto a las bebidas azucaradas, que podrían estar entre un 10 y 20 %. Esto no solo por recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), sino que ha sido una pelea que usted ha venido dando desde hace meses.
La prevalencia de diabetes en Colombia es del 9,6 %, eso quiere decir que en el país hay aproximadamente 4,6 millones de personas con esta enfermedad, la prevalencia de obesidad es del 16,5 %, casi 8 millones, y la de sobrepeso es del 34,6 %, casi 17 millones. ¿Estos fueron factores determinantes para la introducción de este impuesto?
Fueron factores importantes por supuesto. Pero yo señalaría dos factores agravantes o complementarios. Primero, no son muchos los instrumentos de política pública para hacerle frente al problema en cuestión. Por ejemplo, las campañas masivas no funcionan. Las advertencias sanitarias tienen efectos limitados, etc.; y segundo, el costo de los medicamentos para la diabetes, entre otros, no deja de crecer. Los sistemas de salud están amenazados por una doble carga: las mayores incidencias y los mayores precios.
¿Un impuesto a las bebidas azucaradas sí ayudaría a reducir el consumo de estas?
La evidencia disponible sugiere que sí. La elasticidad precio de la demanda está alrededor de 1, esto es, un impuesto del 20 % reduciría el consumo en un porcentaje similar. No va a resolver todos los problemas, pero sí contribuye a reducir el consumo.
El impuesto tiene un beneficio adicional: pone el tema, llama la atención, propicia un debate necesario sobre un problema complejo de salud pública.
¿En esos países la reducción del consumo también se vio reflejada en la disminución de la prevalencia e incidencia de estas enfermedades?
Todavía no hay cifras al respecto. Solo proyecciones, estimativos, extrapolaciones basadas en supuestos razonables. Un estudio reciente para el caso mexicano predice que el impuesto podría evitar 19.000 muertes prematuras en ese país. Estas proyecciones son inciertas, deben mirarse con sano escepticismo, pero sugieren que el impacto puede ser sustancial.
En una entrevista que le realizó el PanAm Post a Santiago López, director de la ANDI, él afirmó que este tipo de impuestos no va a reducir el índice de obesidad, debido a que este es un problema multicasual. ¿Está de acuerdo con esta afirmación?
Esa afirmación está basada en una falacia. Precisamente por ser un fenómeno multicausal, complejo, con determinantes profundos, el impacto de una intervención de política pública (como el impuesto propuesto) no puede medirse comparando la tasa de sobrepeso u obesidad antes y después. La evaluación es más difícil. Tiene que estar basada en un análisis contra factual. La pregunta relevante no es si el impuesto por si solo disminuye la obesidad. La pregunta es otra: ¿cuál sería la obesidad con y sin impuesto? La evidencia sugiere que el impacto, medido de esta manera, será no solo discernible, sino notable.
López también afirma que en México, país que también implementó este impuesto, no existen cifras «de reducción de obesidad», pero sí «grandes impactos que llevaron al cierre de más de 30.000 tiendas, la pérdida de 10.000 empleos y que llevaron a que los estratos 1, 2 y 3 tuvieran que pagar el 62 % de lo que el Estado recaudó». ¿Es eso cierto?
Insisto en un tema: todavía es muy temprano para observar un efecto sobre la obesidad. Pero llamo la atención sobre una posible contradicción en los argumentos reseñados: si el impuesto no tiene un efecto de salud pública, ¿por qué se habla, entonces, de un efecto económico tan significativo? O dicho de otra manera, si el efecto económico es notable, el consumo sí disminuyó y los efectos de salud pública serán, por mera lógica, sustanciales.
Pero este impuesto afectaría, en mayor medida, a la población más pobre. ¿Son acaso ellos los de mayor índice de obesidad, sobrepeso y diabetes?
La incidencia es mayor en la población más pobre. Como dijo recientemente un investigador norteamericano, lo verdaderamente regresivo es la diabetes.
¿No existen otras medidas más efectivas que un impuesto para reducir la prevalencia e incidencia de estas enfermedades?
No, no existen. Un estudio reciente en Holanda muestra que una política integral de promoción de hábitos saludables apenas pudo cambiar comportamientos. Estamos en una suerte de encrucijada: con un problema grave y con pocos instrumentos de política pública. De allí la centralidad de los impuestos saludables.
¿Por qué no concertar con los empresarios y reducir el porcentaje de azúcar en este tipo de bebidas?
Es una posibilidad. Pero los mecanismos de autorregulación tienen, en esta área, una historia de fracasos, de anuncios grandilocuentes que no se traducen en realidades medibles.
Impuesto al cigarrillo
Otro de los impuestos que se avecinan es el del cigarrillo. ¿Este también viene dentro de la reforma tributaria?
La reforma incluye también un aumento en los impuestos al tabaco con destinación específica para la salud.
¿Se tiene un estimado de cuánto es el porcentaje del impuesto? ¿En cuánto podría quedar una cajetilla de $5.000 pesos colombianos (COP) (USD $1,65)?
El impuesto aumentaría para la cajetilla más barata de $700 a $2.100 COP (USD $0.23/$0.69) y subiría cada año en cuatro puntos reales. El precio de un paquete de cigarrillos en Colombia hoy es muy barato en términos relativos.
¿Cuál es la motivación de este impuesto?
Por un lado, disminuir el consumo, y, por el otro, para quienes sigan fumando, cobrarles indirectamente una contribución por los sobrecostos al sistema. El tabaquismo le cuesta $4,2 billones de COP (USD $1.391 millones) anuales al sistema de salud.
¿Eso quiere decir que al igual que con las bebidas azucaradas, también se le está apostando a la disminución del consumo de cigarrillo?
También. Al respecto la evidencia es mucho más clara y definitiva. Las advertencias, la regulación sobre espacios libres de humo y las restricciones a la promoción y el patrocinio han tenido un efecto probado y sustancial sobre el consumo, que el impuesto reforzaría.
¿Esta alza en el impuesto está relacionada con el alto costo de tratamiento del cáncer?
Como le dije anteriormente, esta es una justificación adicional, si se quiere complementaria a la primera y que incorpora un argumento de justicia distributiva, a saber: en la presencia de sistemas públicos de salud, en los cuales la salud la pagamos todos mancomunadamente, quienes fumen deben pagar un poco más.
La apuesta del Gobierno con estos impuestos es a reducir el consumo, la prevalencia e incidencia de enfermedades como la diabetes, la obesidad, el sobrepeso, enfermedades respiratorias, cáncer, entre otras. ¿Pero si esto no ocurre qué se debería hacer?
Habida cuenta del aumento de las enfermedades crónicas transmisibles, todos los Estados enfrentan problemas similares. En nuestro caso, necesitamos seguir regulando los precios de los medicamentos monopólicos, seguir promoviendo la competencia, fijar reglas para la incorporación en los planes básicos de los nuevos medicamentos, trabajar desde todos los ángulos en la prevención, etc.
En Dinamarca, tras un fallido impuesto a las grasas, el gobierno decidió suprimir dicho impuesto. ¿Usted apoyaría esta medida si el impuesto a las bebidas azucaradas y al cigarrillo no tiene los resultados esperados?
Yo creo que las políticas públicas tienen que evaluarse y ajustarse sobre la marcha. Las consecuencias imprevistas e indeseadas son una realidad inevitable. El diseñador de políticas públicas siempre tiene información incompleta. Las buenas intenciones no son garantían de nada. Si no funcionan los impuestos, habrá que revisarlos.
Los impuestos son una manera de condicionar el consumo de los ciudadanos, ¿no es esto una forma de coaccionarlos?
Entiendo que los “impuestos saludables” son problemáticos, controvertibles. Pero hay dos argumentos que deben ser tenidos en cuenta. Primero, la industria invierte recursos cuantiosos en cambiar comportamientos, no está demás, entonces, un contrapeso por parte del Estado. No estamos hablando de prohibicionismo, ni de impuestos exorbitantes. No me gusta, lo confieso, cuando todo se convierte en un argumento de clase. Casi todas las cuestiones prácticas necesitan argumentos de grado, no de clase.
Y segundo, si los ciudadanos reclaman con razón un acceso a la salud no mediado por la capacidad económica de las personas, esto es, que la supervivencia de un niño con cáncer no depende de si sus padres tienen plata, tenemos que cobrar impuestos. Es un asunto de coherencia.
¿Por qué mejor no hacer fuertes de campañas de prevención en vez de subir impuestos?
No son sustitutos, no es una cosa o la otra, es una y la otra. Además, las campañas tienen, cabe reiterarlo, un impacto limitado a la hora de cambiar comportamientos.
Finalmente, hace unos años usted publicó una columna llamada el Estado paternalista, usted tenía una postura más libertaria sobre la intromisión del Estado en los hábitos de vida de los individuos. ¿Por qué ahora, con estos impuestos, va en contravía de lo expresado en ese entonces?
La columna estaba enfocada más en el prohibicionismo que en otras formas más moderadas de regulación. Pero debo decir también que, después de cuatro años como ministro de salud, mi forma de pensar ha cambiado en algunos aspectos. Ahora soy mucho más consciente (lo sufro a diario) de los problemas financieros de los sistemas de salud. Soy más consciente, al mismo tiempo, de la presencia de una externalidad derivada de las crecientes responsabilidades del Estado. Y más consciente de la importancia del autocuidado en el contexto de sistemas públicos de salud: mi comportamiento afecta a los demás indirectamente.
No creo que la injerencia estatal debe analizarse como una cuestión de clase, sino de grado. Yo no quiero al Estado invadiendo la privacidad o promoviendo la castidad o llamando a ir a la iglesia, pero el Estado promoviendo el respeto por las normas de tránsito o el voto en las elecciones o el uso de condón o un poco de autocuidado no me parece excesivo ni perverso. Y no creo, además, que el argumento de la pendiente resbaladiza sea siempre relevante.
Esta entrevista fue realizada el 6 de noviembre de 2016.