Hace dos años México culminó un proceso de elección nacional cuya campaña de competidores políticos arrojó un dato realmente brutal: como si se tratase de ir de cacería, los grupos o actores no estatales y criminales perpetraron (setiembre 2017 – junio 2018) 742 agresiones, arrojando un saldo final de 152 políticos asesinados, incluyendo precandidatos, candidatos y electos (Informe Etellekt). Una cifra diez veces mayor a la registrada en 2012.
Como con precisión han señalado algunos estudiosos del fenómeno —con no pocos detractores por cierto—, lo que México ha estado experimentado en los últimos diez años son “tácticas terroristas (tres precisamente: bombardeos, comunicación violenta y ataques contra políticos) por parte de grupos delictivos”.
Todo ese contexto de extrema violencia y carnicería provocó serios debates con respecto a las políticas de seguridad en medio de la campaña presidencial. El hoy electo presidente López Obrador llegó a proponer, entre otras medidas, la amnistía para narcotraficantes. En estricto, para aquellos jóvenes que apostaron por delinquir ante la “falta de opciones”; una suerte de “paz negociada” para los que “admitan culpabilidad” en la “guerra contra las drogas” (con 200 000 personas asesinadas solo desde el 2006).
Este planteamiento, desde otro flanco, podría generar un fuerte rechazo por parte de las familias de las miles de víctimas caídas durante años en suelo mexicano. Un mayoritario rechazo ciudadano y similar al que ocurrió en Colombia con el “acuerdo de paz” firmado en Cuba y otorgado por el régimen de Juan Manuel Santos a la cúpula “guerrillera” de las Farc; hoy impunes a pesar de sus delitos y hasta con asientos en el Congreso. El resultado: narcoterroristas convertidos en “demócratas”.
Como se sabe, el historial de acciones delincuenciales que rondan la violencia organizada y la política no es solo mexicano. Y nada nuevo además.
Un abanderado de este tipo de nexos del crimen-terror fue el colombiano Pablo Escobar. Impulsado por objetivos económicos y de poder de facto se conectó con la política (llegó al Congreso y hasta coordinó atentados con la guerrilla M-19) como medio de avance inicial, de consolidación y al final, de supervivencia. El narcoterrorismo jamás estuvo tan bien encarnado hasta ese momento —década de los ochenta y principio de los noventa— como con el desaparecido líder del Cartel de Medellín; llevando a los cementerios no solo a miles de colombianos sino alterando el normal desenvolvimiento del sistema político y social (el influjo económico, como se conoce, fue abrumador).
En el Perú, si bien las acciones criminales de consecuencias mortales en el plano de la política fueron mínimas (dos candidatos asesinados, uno en la capital Lima y otro en la región Apurímac), dentro del último proceso de elecciones subnacionales de octubre de 2018, se desconoce cuál es el impacto real que sí podría estarse dando en el ámbito de las “amenazas de violencia”. La acción terrorista no es pues solo violencia política ejecutada, operante. Lo es también la sola amenaza de violencia; un acto que puede ser criminal y político al mismo tiempo y que, al enlazarse al crimen organizado, muestra una motivación ya no solo política, sino además económica, transaccional.
En esa línea, actores criminales pueden estar siendo usados para neutralizar candidaturas o campañas vía la sola intimidación, el amedrentamiento sin llegar —de manera calculada— al daño físico irreparable. Socavando así la participación, las libertades políticas y la sana competencia en pro de conexiones también políticas y particulares. Es decir, operando a favor de otros competidores enlazados a las redes delictivas en diversos distritos, provincias y regiones incluso ramificados con la capital.
Este letal binomio de crimen y terror político —visto también, según se ha señalado, como el uso de la amenaza de violencia con objetivos políticos— sí podría estar desarrollándose en el Perú y otros países de manera subterránea y sistemática y con varios grados de riesgo.
Este accionar de impacto político se ejecutaría a espaldas de los mecanismos de aplicación de la ley, de la detección e intervención de las autoridades y de las observaciones periodísticas. Incluso, hasta de las investigaciones académicas y los análisis políticos sobre los extremismos violentos económicamente movilizados y sus vínculos con la política y ciertas redes de poder.
En un grado máximo de riesgo, la convergencia subterránea del poder “oficial” y la política con las mafias criminales —de narcotráfico, etc.— y los grupos extremistas o terroristas como se ha detectado por ejemplo en Venezuela desde hace varios años, puede ser replicado con el mismo nivel de éxito e impunidad en cualquier parte de Latinoamérica.