Abrumados por los problemas sanitarios y económicos y distraídos por la polarización política interna, gran parte de los peruanos van olvidando cómo el narcoterrorismo continúa asesinando en el país.
El pasado 20 de julio fue asesinado en un enfrentamiento con narcoterroristas un militar peruano en Huanta, región Ayacucho. La patrulla de las fuerzas de seguridad alcanzaron a abatir a tres narcoterroristas. Hace exactamente un año los remanentes de Sendero Luminoso, conducidos por los hermanos y «camaradas» Quispe Palomino, emboscaron y asesinaron a tres comandos jóvenes del Ejército en la región Junín. Y hace exactamente dos años fueron asesinados cuatro jóvenes de la Policía en la región Huancavelica. Todos muertos en las mismas rutas peligrosas e «impenetrables» en la selva de la jurisdicción del Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM).
Luego del atentado de julio del año pasado, las combinadas Fuerzas Armadas con la Policía Nacional capturaron al «camarada Julio Chapo», uno de los mandos terroristas de Sendero Luminoso (hoy táctica y convenientemente autodenominado «Militarizado Partido Comunista del Perú» – MPCP) en el VRAEM. Mientras este 2020 se capturó a la «camarada Norma», vinculada también al clan senderista de los Quispe Palomino.
Las preguntas, no obstante, se mantienen latentes. ¿Cuántas familias peruanas más se vestirán de luto en adelante? ¿Cuán lejos se está de neutralizar la amenaza total en esta zona del país?
La información y las evaluaciones que han fluido sobre lo aconteciendo en el VRAEM en los últimos 20 años —poscaptura del «camarada Feliciano» en 1999 e inicio de la etapa «proseguir» la lucha armada por parte de los remanentes senderistas— han sido algo cambiantes y casi evasivamente confirmadas por las instituciones oficiales. Un ejemplo está en la cantidad de asesinados.
Según un documento obtenido en 2018 (ONG Waynakuna), perteneciente a los senderistas rojos comandados por los hermanos Quispe Palomino, se registran 323 militares, 85 policías y 38 civiles fallecidos entre 1999 y 2017. Es decir, 446 asesinatos. Los datos aparecen en un «registro diario» de acciones armadas como resultado de 276 atentados ocurridos a lo largo del VRAEM.
En su momento, fuentes de la unidad policial antiterrorista Dircote [El Comercio 27/6/2018] dieron veracidad al documento en mención. En respuesta, un antiguo analista «senderólogo» desestimaba las cifras preguntándose si «alguien vio» —por televisión— a los cientos de ataúdes que tendrían que haber llegado a la capital Lima durante los años señalados. La interrogante brota: ¿cuál es el número exacto de peruanos —tanto civiles como militares— caídos en la lucha contra el narcoterrorismo en estas dos últimas décadas? ¿Hay datos oficiales y precisos al respecto?
Según información policial de julio de 2019 recogida por periodistas (Perú21), son 164 efectivos de las fuerzas de seguridad (129 militares y 35 policías) los asesinados entre 1999 y 2019. Como puede verse hay una diferencia sustancial entre los datos.
Otro ángulo de atención está en la capacidad que este persistente grupo armado pueda tener de «mejorar» o expandir su nivel de operatividad y de amenaza. Mientras para algunos estos están «desmoralizados, cansados y enfermos» (Ojo Público 10/5/2019), para otros han logrado gran vitalidad, adoctrinamiento y hasta «ferocidad» en sus incursiones armadas. ¿Cuál es la potencialidad real a todos los plazos de este grupo extremista dedicado a acciones de narcoterror?
Es importante dejar de ver a los senderistas del VRAEM como simples «sicarios» o «guachimanes (vigilantes) del narcotráfico». Si bien es cierto como señalaba el general Vicente Tiburcio, exjefe policial antiterrorista de la Dircote, que «ya no tienen a los pensadores e ideólogos de antes», es innegable que los intereses no son solo económicos, transaccionales en nexo con el narcotráfico, sino que además mantienen un perfil y una dedicación planificada (al margen de las tácticas psicosociales adoptadas con fines de reforzamiento grupal interno) de signo político-ideológico.
El narcoterrorismo, de una u otra manera, entrelaza ambas dimensiones: el crimen como base de financiamiento, y el terror tanto como instrumento de seguridad para afianzar alianzas criminales como de índole político (el desplazamiento de población civil, el secuestro y el aniquilamiento selectivo y las amenazas de violencia a «los traidores» civiles ha retomado forma en este espacio geográfico del VRAEM).
La hoz y el martillo, que los «camaradas Quispe Palomino» enarbolaron desde los ochenta bajo las órdenes del líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán Reynoso (capturado en setiembre de 1992 y purgando cadena perpetua), continúan siendo claves no solo como soporte de la escenografía videofotográfica del MPCP en esa zona, sino además en las estrategias comunicacionales y en las narrativas político-extremistas. Es decir, en la propaganda política incluyendo los espacios digitales «en línea» en pro del reclutamiento.
En los últimos documentos senderistas obtenidos por las fuerzas de seguridad peruanas se detallan planes de expansión (comités regionales de norte, centro, sur y el de Lima Metropolitana, etc.) y múltiples acciones de violencia. Hizo bien en este aspecto el exjefe antiterrorista de la Dircote en comunicar en su momento a la población —fuera del VRAEM— la falta de capacidad real de los terroristas para perpetrar ese tipo de acciones armadas más amplias. Además de afirmar su preocupación por investigar hacia dónde se canaliza el dinero que los grupos de narcotráfico les entregan.
La amenaza que representan los remanentes de Sendero Luminoso sigue siendo focalizada en esta parte del Perú. Sin caer de ninguna manera en la subestimación, no suponen hasta ahora riesgos letales de alcance nacional, ampliados. En ese sentido la ciudadanía, más allá de los límites del VRAEM, no debe caer en alarma.
Constituyen sí, una amenaza seria, directa para los miembros de las fuerzas de seguridad —militares y policiales— que combaten todavía enfrentando al narcoterrorismo. Un alto riesgo de seguir enlutando a muchas más familias peruanas, como ha ocurrido con los caídos en los últimos 28 años —poscaptura de Abimael Guzmán— en ese peligroso y denso territorio peruano.
Mientras en la capital limeña se sigue debatiendo (a veces con soberbia en el terreno de «lo legal», tanto nacional como internacional), si en Perú ocurrió «terrorismo» o «conflicto armado interno» a partir de 1980 con la aparición terrorista de Sendero Luminoso, en el VRAEM continúa el desenlace de un proceso violento que no solo busca seguir penetrando el terreno político —si es posible vía un «acuerdo negociado» con un propicio gobierno de turno—, sino también vincularse cada vez más con las redes de crimen organizado y delincuencial.
Es el potencial nexo entre el crimen y el terror político como el que se ha ido consolidando, por ejemplo, en territorios de Colombia y Venezuela entre grupos criminales, grupos narcoterroristas —e ideologizados como el ELN y las Farc— y sus supuestas «disidencias».