Mucho en las tensiones violentas en Ecuador y Chile en los últimos meses del año pasado fueron operaciones de desestabilización política para controlar, de cierta manera, la atención sobre dos procesos claves que el castrochavismo buscaba administrar para nutrir su influjo en la región: las elecciones en Bolivia (20 octubre 2019) y Argentina (27 octubre 2019).
De haber mantenido el poder el boliviano Evo Morales —vía un obvio fraude— en paralelo al retorno al poder del kirchnerismo prochavista vía los argentinos Alberto Fernández y Cristina Kirchner, el izquierdismo latinoamericano antiliberal se vería revitalizado. Era parte de la negada «brisita bolivariana» —advertida por Maduro, Diosdado Cabello y hasta Tareck El Aissami— y que muchos, sobre todo desde algunas izquierdas lights partidarizadas como mediáticas, insisten en invisibilizar.
Luego de los conflictos violentos estimulados, sobre todo en asuntos políticos y económicos, en Ecuador (el presidente Moreno advirtió «que en Quito y en la Sierra hay gente que se está armando», El Universo 18/10/2019) y Chile en las primeras tres semanas de octubre de 2019 —calculadamente previos a los procesos electorales boliviano y argentino— la Secretaría General de la OEA emitió un comunicado. En él señalaba sin ambigüedades: «Las actuales corrientes de desestabilización de los sistemas políticos del continente tienen su origen en la estrategia de las dictaduras bolivariana y cubana, que buscan nuevamente reposicionarse, no a través de un proceso de reinstitucionalización y redemocratización, sino a través de su vieja metodología de exportar polarización y malas prácticas, pero esencialmente financiar, apoyar y promover conflicto político y social».
¿Por qué sectores de la supuesta izquierda democrática y algunos de sus aliados continúan desestimando estas operaciones de infiltración y desestabilización de la extrema izquierda castrochavista en el continente? La respuesta es sencilla: ese reconocimiento socava el instalado y dominante afán de solo encajar amenazas reales en las «ultraderechas» simbolizadas por Trump, Bolsonaro y hasta Uribe en América. Es selectividad pura, doble estándar. Y en ese afán estimulan indirectamente el empoderamiento de los izquierdismos extremos. Un grave error.
Lo que no se dice es que mientras el sistema político democrático estadounidense, brasilero y colombiano garantiza vía el voto el recambio de sus presidentes, en la «democracia» cubana, venezolana (en la boliviana el fraude electoral fue pillado) y nicaragüense los dictadores resultan hasta hoy inamovibles. ¿No se está siendo selectivamente tajantes con unos, mientras suaves y hasta cómplices con otros?
«El chantaje de llamar “extrema derecha” a quien se opone y denuncia al socialismo del siglo XXI y sus plataformas, no funcionará. Al final, quienes lo proponen no son sino cómplices involuntarios de uno de los proyectos más peligrosos de la historia moderna», anotaba en su momento y no con poca razón el periodista venezolano Orlando Avendaño (22/10/219).
Hoy en día el factor conocido como «castrochavismo» no puede ser excluido como variable de análisis geopolíticos sobre la región. Obviarlo muestra claramente una parcialidad que desmerece los análisis de la política. Y la dosificada conflictividad que ésta fuerza política transnacional exporta con audacia debe ser entendida sin confusiones y dependiendo del contexto en los que se está inyectando.
El subestimado castrochavismo socializa el conflicto y su alcance con agilidad y no pocos cómplices regionales y mundiales. Logra así quitar atención sobre sus represivas realidades internas y hasta consigue que la narcodictadura en Venezuela sea elegida miembro del Consejo de Derechos Humanos en la ONU. Increíble.
En las calientes redes sociales suele preguntarse: ¿por qué no se ha criticado a los protestantes antichavistas en Venezuela, pero sí a los que protestan en Chile contra Piñera? ¿Por qué se critica a los «violentos» que incendiaron Quito y no a los bolivianos que desconocieron el «resultado electoral» de Morales en Bolivia? Pues porque los móviles y las escalas de tensión son distintos. Mientras en Venezuela y en Nicaragua se está, y en Bolivia se estuvo, frente a dictaduras ecualizadas que buscan perpetuarse en el poder, en Ecuador y en Chile operan democracias que garantizan el recambio político.
Así, no es lo mismo «radicalizarse» hoy en suelo venezolano, boliviano —cuando estaba Evo en el poder— o nicaragüense, que hacerlo en suelo ecuatoriano o chileno. El castrochavismo sabe bien cómo este tipo de interrogantes surgen precisamente para confundir a la opinión pública, ahí donde están operando. Ya es momento de reconocer este tipo de intervenciones que buscan socavar los sistemas políticos y económicos.
Ciertamente los sistemas son perfectibles y existen demandas legítimas. Sin duda falta mucho por hacer; pero si los conflictos se canalizan alejados de las rutas institucionales y se instrumentalizan violentamente para relocalizar los poderes, la barbarie prevalecerá a un alto costo social y económico, tal como se ha estado presenciando en la región.
El afán de ciertos sectores latinoamericanos en solo ver peligros en las derechas extremas mientras se invisibiliza o subestima a las extremas izquierdas es peligroso. Esa postura no muestra un «centrismo» responsable como se presume, sino una clara selectividad para apuntalar unos riesgos y minimizar otros.
Concentrada en solo acusar a la «ultraderecha», la inclinación hacia la izquierda y sin cuestionamientos de fondo por parte de estos supuestos «centrismos» es ya bastante obvia. Y resultará ineficaz a la hora de enfrentar el influjo creciente de la innegable amenaza «ultraizquierdista» que digita el castrismo (desde hace 60 años) y el chavismo (desde hace 20 años) más allá de sus fronteras.
Estas tensas circunstancias muestran la importancia de que en Latinoamérica surjan –como parece estar sucediendo–, opciones políticas claramente distantes de los extremismos. Más cuando suponen reacciones potencialmente violentas y autoritarias, sin importar de qué lado del espectro político provengan. Unas opciones liberales y libertarias, organizativas, partidarias que defiendan —sobre todo dentro de los mismos hemiciclos parlamentarios— las libertades tanto personales, como políticas y económicas. Es decir, en sus tres dimensiones. No una ni dos. Las tres.