
No es sencillo expresar esta decisión. Sobre todo en un país de absolutismos y fanatismos, donde cualquier discrepancia, es apostasía. De gentes apegadas de manera enfermiza al proceso electoral, como si de eso dependiera la existencia de la República.
Pero, a riesgo de la inevitable hoguera, no votaré en las elecciones regionales en Venezuela. De hecho, probablemente no vuelva jamás a participar en un proceso electoral orquestado por unos criminales.
Lo he dicho claramente desde este espacio. Y vuelvo a escribir en primera persona, aunque no me guste, porque este es un arrebato de genuinidad que, espero, sea pertinente.
Los argumentos para participar en las elecciones regionales son que, primero, no se debe ceder el espacio. Aparentemente no se le puede dejar libre el camino a la dictadura para cometer sus arbitrariedades. Entonces, en ese caso, la participación en el proceso electoral sería una gesta de rebeldía.
Se vende, engañosamente, que unos gobernadores opositores acelerarían el derrumbe de la dictadura. Incluso, de forma indigna, se ha atrevido a asegurar que recuperando unas gobernaciones, de manera sorprendente se solucionaría la dantesca crisis humanitaria que impera en todo el país. Una vil estafa, por supuesto.
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Por último, siempre sale a relucir el argumento más vulgar: que se debe participar para exponer lo evidente. Para volver a exhibir a una comunidad internacional —que no duda— que estos tipos son unos timadores. ¡Vaya mediocridad! Dejarse atropellar, para continuar demostrando lo incuestionable.
El pasado 30 de julio el Consejo Nacional Electoral, empañado con la sangre de más de 100 venezolanos, dilapidó por completo la República. Desde entonces, en Venezuela impera un régimen totalitario. En su imprescindible y pertinente obra Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt explica qué es un régimen totalitario. La descripción aterra. Las similitudes son enormes. Y en regímenes totalitarios, no existen espacios. No hay partes no-totalitarias.
Desde ese trágico domingo, cada voto y cada triunfo se transforma en parte esencial del régimen. Y, con eso, se está avalando uno de los crímenes más grandes que se ha cometido en el país. Bajo el argumento de la recuperación de ciertos espacios, algunos están dispuestos a prestarse para el más vil y cínico engaño que ha padecido Venezuela en toda su historia contemporánea.
En sesión, el Parlamento denunció, acertadamente, la ilegalidad de la Asamblea Nacional Constituyente. Luego, el Consejo Nacional Electoral —que ya carecía de legitimidad debido a que el período de los rectores está vencido— se subordinó y juramentó ante la misma ilegal y criminal Constituyente. Esta, a petición del «constituyentista» Earle Herrera, decidió adelantar las elecciones regionales para octubre de este año. En consecuencia, las elecciones regionales podrían ser, ahora, tan ilegales como lo fue la del pasado 30 de julio.
La coherencia es sustancial en política, y la falta de esta ha dilapidado la confianza de la ciudadanía en quienes pretenden colaborar con la abolición del sistema republicano.
Participar en las elecciones regionales, el simple hecho de inscribir candidatos, se vuelve un acto de connivencia impúdico y, realmente, ¿para qué?, ¿para elegir gobernadores? Las consecuencias de participar o no en esas elecciones trascienden por mucho la elección de unos funcionarios.
A algunos les parece más terrible entregar espacios, que brindarle legalidad y tiempo a la dictadura. Que generar discordia y acabar con la legítima protesta de calle.
Pero además, todo el proceso es degradante: las elecciones serán orquestadas por el mismo Consejo Nacional Electoral que, con sangre, derogó la República. Ya la empresa que brindará el servicio de tecnología no es Smartmatic, sino otra, propiedad de un chavista. No hay fechas todavía y la dictadura exige una constancia de buena conducta. ¡Por Dios! Jamás, en nuestra historia, habíamos estado dispuestos a humillarnos de esa forma por un simple espacio.
El sublime acto del 16 de julio fue vendido como una gesta de rebeldía. Realmente lo fue. Lo atractivo del proceso era que se trataba de un verdadero desconocimiento del Consejo Nacional Electoral. Así fue presentado. Pero ahora, algunos pretenden mercadear la sumisión de las elecciones regionales como una exposición de resistencia y heroicidad.
Además de exhibir, nuevamente, la falta de coherencia, es repugnante como se intenta erigir una campaña electoral sobre la gesta heroica de los jóvenes y la sociedad en las calles. Votar no es ningún acto de resistencia. No lo es. Y, en este caso, es el sometimiento a un proceso orquestado por los mismos criminales que acabaron con la institucionalidad y las libertades del país.
Incluso con una contundente victoria en octubre, será el régimen quien conquiste el verdadero y significativo triunfo. Cada voto, cada candidato y cada logro de ese día será, a partir de ese momento, parte esencial del sistema totalitario que se está implantando en Venezuela.
Nuestro mayor respaldo hoy nos lo da la comunidad internacional. Valioso y necesario. Sin embargo, estamos nuevamente dispuestos a expedir una falta de coherencia que podría terminar menguando el costoso espaldarazo que finalmente pudimos pagar.
Una victoria en las regionales, arruinaría el terreno conquistado. Aún con el triunfo inminente de octubre en las elecciones —porque nadie duda de que somos mayoría—, el régimen habrá ganado. Necesitan con desesperación que se le brinde legitimidad al descarado proceso del 30 de julio para avanzar con las arbitrariedades que están dispuestos a ejecutar. Necesitan con desespero que mengüe la condena internacional; y eso solo se lograría exponiendo la incoherencia en esta batalla por rescatar la libertad.
Jamás la oposición había estado tan unida como en estos últimos meses. Sin embargo, irrumpió el inútil debate sobre si participar o no en unas elecciones regionales. Inmediatamente inició la discordia entre aquellos que, con principios, no están dispuestos a prestarse para avalar un crimen, y entre los que creen que en totalitarismo los espacios valen; y, además, esperan beneficiarse de la renta.
El terreno obtenido gracias a la lucha de calle es invaluable. Ningún funcionario en algún cargo público permitió que se lograra avanzar. Fue la sociedad, en la calle, ejerciendo el civismo. Ese movimiento, que despertó y se mantiene expectante, no depende de si un dirigente es diputado o gobernador. Y ese movimiento será el que al final permita obtener la victoria.
En regímenes autoritarios, el proceso electoral existe. Los hay. Pero nadie duda que son dictaduras, porque no existe algún factor disidente dispuesto a colaborar con el embuste. Las condiciones para participar en estas elecciones son inadmisibles desde todo punto de vista. La dictadura sabe eso y está dispuesta a humillar a una sociedad, que ahora se arrastra por solo mojar el meñique.
En Venezuela no hay democracia. Y las salidas democráticas no existen. Es ingenuo sugerir lo contrario —también criminal—. Es un régimen vinculado al narcotráfico y al terrorismo. Continuar con la necia negación de la realidad podría prolongar la agonía de los ciudadanos que realmente padecen los crímenes de la dictadura. Hay gente muriendo de hambre y por falta de medicinas. Es perverso aferrarse a lo inútil.
Quienes están del lado de la ciudadanía comprenden que esto no es una lucha por ganar espacios, sino por recuperar la liberta del país. Quien pretende ganar espacios, hoy, está apostando a la cohabitación. A la prolongación de la agonía, y ello es criminal. Intolerable, además, porque los espacios no son defendidos con la firmeza pertinente. Lamentable porque hay toda una ciudadanía expectante.
Finalmente, tampoco la alternativa es regalar gobernaciones. Se entiende que esas elecciones son organizadas por un árbitro criminal, por lo que los resultados que provengan del arbitrario proceso también serán ilegítimos. Si se desconoce a la Asamblea Nacional Constituyente, ningún proceso vinculado al ilegal armatoste, debe ser acatado. Y cada vestigio de rebeldía debe ser firmemente defendido. Esos espacios sí.
No pretendo con estas palabras convencer a nadie. Capaz los argumentos están desordenados, porque escribo agobiado y abrumado. A estas alturas pienso que cada quien debe hacer lo que mejor le parezca. Yo realmente no estoy dispuesto a prestarme para avalar el mayor crimen de la historia contemporánea. Insensato aquel que piense que someterse a la agenda planteada por la Constituyente y participar en un proceso arbitrado por unos criminales, no es un acto dantesco de legitimación.
Concuerdo con los que señalan que la lucha se debe emprender en todos los terrenos. Pero la sumisión, en ningún caso, es un escenario apropiado para el combate. Ha quedado evidenciado, en las calles, que la docilidad y la desobediencia no son compatibles.
En fin, esa es mi decisión. Seguramente antipática. Sobre todo en un país en el que cualquier vestigio de disidencia es condenado férreamente —ese terrible autoritarismo inherente a todos los bandos—.
A lo mejor pueda ser este un acto de altivez; pero hay razonamientos que puede que algunos crean pertinentes. La desorientación es inmensa. Y mucho más la indignación.