Si apoyas a Donald Trump eres racista, xenófobo, negacionista del cambio climático o un nacionalista recalcitrante. No lo negaría; pero es una retórica cada vez más débil.
Kanye West confesó en su cuenta de Twitter, en medio de un arrebato de días —quizá publicitario—, que ama a Trump. Exactamente escribió: “No tienes que coincidir con Trump, pero la turba no me impedirá amarlo. Ambos somos energía de dragón. Él es mi hermano. Amo a todos. No estoy de acuerdo con lo que hace nadie. Eso es lo que nos hace individuos. Y tenemos el derecho de ser independientes”.
Luego del arrebato de honestidad, publicó un selfie en el que aparece con la famosa gorra de Make America Great Again. En otra foto, la misma gorra pero autografiada. En fin: confesó su respaldo a Trump —insistiendo en que no apoya todo lo que hace—, amparándose en su calidad de hombre libre e independiente.
Fue una declaración disruptiva. Indignados por un lado y otros, sorprendidos. Trump respondió, agradeciéndole a Kanye su apoyo. Pero lo abrumador fue la lluvia de ataques e insultos. Articulistas blandiendo su pluma para descalificar al rapero estadounidense. En medios supuestamente prestigiosos, se cuestionó su salud mental y se intentó despojarlo de su identidad racial.
Kanye West es el genio detrás de toda una generación del hip hop. Creador de obras inmensas que definieron movimientos culturales en Estados Unidos y el mundo. Siempre fue un activista y un polemista. Entiende y sabe quién es. Entiende su poder y su influencia. Lo dice.
Es, sin duda, uno de los raperos más importantes de la época. Con The College Dropout inició un movimiento; y con My Beautiful Dark Twisted Fantasy, marcó un hito en la música. Todos sus álbumes, a excepción de 808s & Heartbreak, han recibido el elogio íntegro de la crítica. Obras sublimes, casi impecables.
En 2013 publicó Yeezus, otra magnum opus. En el álbum, Kanye planteó debates raciales importantes. En su canción, Blood on the Leaves, hace referencia a la época de los linchamientos de negros en los estados del sur de Estados Unidos —utiliza el sample de la canción de Nina Simone, Strange Fruit—. El contraste entre la voz de Simone, las letras de Kanye y los sample de TNGHT, terminan sugiriendo, de alguna manera —aunque la canción se enfoque en una traición amorosa y un divorcio—, que el linchamiento de negros en Estados Unidos no ha desaparecido —y existe representado en otros mecanismos del sistema racial, como la venta de drogas y la pobreza—.
De forma más explícita, en su canción New Slaves (nuevos esclavos), Kanye West habla de ese sistema opresor que no ha mermado. Ofrecer un Bentley, un abrigo de piel, un collar de diamantes o un saco de Alexander Wang a un negro millonario, por serlo, sería parte de esa realidad de la nueva esclavitud.
West es un genio. No solo es el hombre detrás de grandes canciones, sino de una industria y un movimiento cultural. Lo detestan por entender que es un genio y bramar, pero también lo admiran por su activismo. Ha denunciado la opresión racial en Estados Unidos y, siguiendo esta propensión, ha apoyado a Barack Obama y a Hillary Clinton.
Ahora la palmada se la da a Donald Trump, a quien considera su “hermano”. Además, ha declarado su interés en figuras opuestas a la izquierda Demócrata como el creador de la caricatura Dilbert, Scott Adams, el psicólogo y autor, Jordan Peterson; y la autora y comentarista, Candance Owens. Esta última, mujer negra, y autodenominada conservadora, que ha criticado ferozmente los movimientos feministas y el de Black Lives Matter.
Owens, como Kanye West, representan un peligro letal para la retórica de la retrógrada izquierda enquistada en el Partido Demócrata. También individuos como Kyle Kashuv, el sobreviviente al reciente tiroteo en Parkland, Florida, que no se alineó con Emma González o David Hogg —y que se opone al control de armas—; o Dave Rubin, comediante y comentarista homosexual que critica abiertamente a la izquierda y a la progresía.
“El auto-victimismo es una enfermedad”, escribió Kanye West el 22 de abril en su cuenta de Twitter. También, en medio de su arranque en las redes, habló sobre la importancia de que los negros en Estados Unidos se esfuercen sin excusarse en su tono de piel. Son planteamientos esgrimidos antes por representantes de movimientos que atesoran la libertad individual, la responsabilidad y detestan la discriminación positiva, como Jordan Peterson o Dennis Prager. Por lo que es evidente que la confesión de Kanye West es genuina. Sería un viraje real hacia una postura que, de acuerdo con la izquierda retrógrada, no le pertenece.
Lo acusan de haber perdido el raciocinio. Justifican su declaración con algún tipo de enfermedad mental. Lo dicen quienes prefieren acudir a la descalificación, en vez de erguirse en el necesario debate de ideas. ¿Le dirán racista a Kanye West? ¿También lo destruirán con falsos y cobardes epítetos?
No se trata de defender su postura y su polémico apoyo a Donald Trump, el presidente de Estados Unidos. Pero Kanye West representa un peligro inmenso para esa atrasada retórica que dogmatiza sin tener idea de la realidad. Como dijo Chance the Rapper, otro inmenso artista: “Los negros no tienen que ser Demócratas”.
Lo que no entienden los carcas es que existen hombres libres e independientes. Lo que no se comprende es que Kanye West ejerció su libertad de quebrantar ese embuste de que los partidarios de Donald Trump son racistas y que, por lo tanto, a un negro no se le puede permitir ser republicano.
West, Chance the Rapper o Candace Owens pueden apoyar ideas republicanas, tanto como un viejo blanco de Arizona puede identificarse con Barack Obama o Bernie Sanders. Sugerir lo contrario —o pretender encasillar todo en ciertos parámetros arcaicos, donde el color de piel debe definir las posturas—, es querer negar la condición de libertad inherente al desempeño humano.
Ahora le dicen a Kanye que se calle. Que cierre Twitter y siga cantando. Se lo piden quienes supuestamente son los adalides en la defensa de las minorías. Pero la opinión de un negro o un homosexual importa, hasta que se vuelve incómoda.