En su magnum opus, Vida de los doce césares, Suetonio asegura que durante el «gran incendio de Roma» (año 64) el emperador Nerón tocaba la lira. Cantaba y componía, mientras la ciudad ardía, para eludir la responsabilidad del momento. Por más que luego prestase su propio palacio a los refugiados, el mito de la lira trascendió como una muestra imprudente de ingenuidad e irrespeto. De negación de la realidad.
Algo similar estaría ocurriendo en Venezuela. Millones que tocan la lira y compondrán, para sortear la cruenta realidad que, al final, siempre termina imponiéndose. Y de la manera más odiosa.
En Venezuela existe una dictadura; y esto, aunque se denuncie al unísono, se busca ocultar. No es un sistema reciente. Desde hace años en el país no hay, si quiera, cierto vestigio de democracia. Pero la ruptura definitiva de la decadente República se dio a finales de 2016, cuando el régimen chavista decidió suspender el referendo revocatorio y, con ello, dinamitar el último mecanismo electoral e institucional para lograr el cambio del Ejecutivo.
El régimen dictatorial se fue desarrollando con la conquista de parcelas de poder. Arbitrariedades atroces enfocadas en desmantelar por completo el aparataje ya caducado. Durante los primeros meses del 2017 anularon al Parlamento; aplastaron a la disidencia y extendieron el régimen de terror y acoso. Luego, a mitad de año, impusieron un armatoste con el que cambiaron por completo las reglas del juego. Alteraron todo el panorama.
La Asamblea Nacional Constituyente llegó empañada de sangre para consolidar la etapa final del régimen. De la dictadura se pasó al totalitarismo. Con el ilegal armatoste, que implantaron con el mayor fraude electoral de la historia contemporánea de Venezuela —se debe recordar que la misma empresa Smartmatic denunció que las cifras pueden ser manipuladas con facilidad—, el régimen logró secuestrar cada espacio político e institucional del país. Desde entonces todo lo que pretenda sobrevivir como parte del sistema, debe arrodillarse ante la infamia.
Es en medio de esta coyuntura que, a través de esa misma ilegal Constituyente, se ha convocado otro presunto proceso electoral. El de las presidenciales. Y algunos, nerones todos, piensan votar. Participar en la segunda mayor estafa de la historia contemporánea, luego de la del 30 de julio.
Insistir en la posibilidad de restituir un régimen democrático a través de mecanismos democráticos es, pues, un contrasentido. Demagogia irracional para impulsar pactos e intereses políticos. Si se trata de una dictadura, lo natural es que esta no pudiera dejar de serlo, sino con la interrupción definitiva del proceso. Si llegase a sucumbir por mecanismos democráticos, quizá se erró al llamar dictadura al sistema.
Y hay quienes intentan sostener ingenuas posturas, citando distorsiones de eventos históricos. Se dice que Pinochet dejó el poder porque las gentes así lo quisieron en el plebiscito de 1988. Pero se obvia, con conveniencia, que documentos desclasificados develaron que el dictador tenía intenciones de desconocer los resultados y que fueron los militares quienes acordaron lo que debía ocurrir. Hay otros ejemplos históricos que se citan. Todos, distorsiones. Que si Stroessner en Paraguay u Odría en Perú.
Jamás una dictadura ha dejado de serlo porque la voluntad mayoritaria así lo haya querido. Mercadear esta desfiguración sería esconder, con oscuros intereses, que en los momentos en que esto pareciera ser así, lo que en verdad ha ocurrido es que los hombres fuertes del sistema han coincidido en la decisión de hacer creer a las mayorías que eligieron y su voluntad se respetó.
Pero aún suponiendo que fuese verdad —que la absurda contradicción formase parte de la historia contemporánea—, sería una exposición inmensa de inocencia pensar que el régimen chavista se comportaría igual a los que supuestamente han cedido.
Quienes votarán, creen, primero, que de forma extraordinaria una expresión abrumadora de la voluntad popular a favor del colaboracionista Henri Falcón —llamado por el periodista Oppenheimer como el “mayor traidor de Venezuela”— forzará a los criminales a no tener otra opción que aceptar los resultados. Asumen que las instituciones chavistas acatarán, que le reconocerán la victoria a Falcón y que de esa forma iniciará la deseada marcha hacia la democracia.
Pero, incluso suponiendo que este fuese un escenario probable, los fieles devotos de las urnas aún no dan respuesta a qué podría ocurrir durante los ocho meses que Falcón tendría que esperar hasta que el dictador Maduro le tuviera que entregar la banda presidencial —y, sobre todo tomando en cuenta la existencia de una Asamblea Nacional Constituyente capaz de deformar el Estado a la conveniencia de los chavistas—.
No obstante, lo que termina de desmontar este sinsentido, es lo que los fieles devotos olvidan. Cómo no sería cándido suponer, entonces, que un régimen convertido en narcoestado —y denunciado y condenado por los grandes países de Occidente—, cedería en las urnas. O una cruel dictadura que ha matado niños y mujeres, mientras el sol todavía alumbra y frente a los medios internacionales, respetaría o se dejaría quebrantar por la voluntad mayoritaria. Que ha robado con fraude al menos cuatro procesos electorales —regionales, Constituyente, revocatorio del 2016 y presidenciales de 2013—, y que aún no responde a las irrebatibles denuncias.
Es un régimen, integrado por miembros de la mafia y el narcotráfico internacional, que ha sumido a toda una sociedad en la mayor crisis humanitaria de la historia de la región. Un sistema que fusiló en vivo a un grupo de rebeldes que antes se había rendido. Que ha demostrado que la ruina económica es voluntaria, y que solo parece formar parte de un proyecto eugenésico.
Los crímenes son demasiados para expresarlos en una nota y no reunirlos en lo que debería ser el «Libro negro del chavismo». Todos, unos más dantescos que otros, solo demuestran el verdadero carácter de la dictadura de Nicolás Maduro. Una mafia comunista cuya subsistencia depende de la permanencia en el poder.
Votar no derivará en ninguna conquista política, pues todo el sistema está pervertido. El régimen solo precisa electores para simular que su estafa goza de algo de legitimidad. Y, como bien escribe Alberto Barrera Tyszka, “el Gobierno necesita una alta participación electoral para poder descalificar a todos los países que se han sumado al desconocimiento de los resultados electorales”. No obstante, el individuo que participe sí se convertirá de inmediato en parte fundamental de la pantomima. Del crimen sin precedentes que Maduro está a punto de cometer. Un delito, subordinado a otro: la Constituyente.
Pero mientras el país arde con la mayor crisis de su historia, habrá algunos que con el voto intentarán mantener el delirio democrático de un país que no lo es. Una quimera con repercusiones peligrosas. Asistirán a la muestra imprudente de irrespeto e ingenuidad. De la negación de la realidad. Como Nerón, que tocaba la lira cuando Roma se derrumbaba; porque es más sencillo huir con la melodía que sentir de cerca el calor de las llamas.