No hay posibilidad de una salida electoral en Venezuela. Verdad ineludible desde, al menos, 2016 —olvidando que, como muy bien escribe Ibsen Martínez en su columna en el diario El País, desde mucho antes de Maduro este país había dejado de ser una democracia—.
Dinamitaron el referendo revocatorio, cortando en ese momento toda alternativa democrática para conquistar espacios políticos. Luego anularon la Asamblea Nacional, demostrando que, incluso habiendo triunfado, tampoco hay posibilidades de preservar espacios políticos. Una vez barridos los terrenos se enfocaron en derogar por completo el régimen republicano e imponer el Estado totalitario.
Con la Asamblea Nacional Constituyente todo cambió. Venezuela pasó a ser un totalitarismo aniquilador. El 30 de julio de 2017 se impuso un armatoste facultado para moldear por completo el Estado a la conveniencia del dictador y sojuzgar todos y cada uno de los espacios políticos e instituciones del país.
A partir de ese 30 de julio, el sistema lo dominó todo. Lo que no fuera parte del régimen, sería suprimido en el acto. Solo se permitiría acceder al sistema a todo aquello que estuviera dispuesto a someterse. Que no fuera incómodo. Que simulara disidencia.
Fue por esto que se permitió, luego de la imposición de la Asamblea Nacional Constituyente, la celebración del proceso electoral de las regionales. Porque ahora serían comicios subordinados al totalitarismo en los que solo triunfarían los indignos y rastreros. Los clientes de las dádivas. Por ello en octubre los militantes de Acción Democrática, a los que el Consejo Nacional Electoral les adjudicó el triunfo, se tuvieron que arrodillar ante el gigante armatoste. Se convirtieron, en ese momento, en parte del sistema. El que no se prestó para la inmoralidad, fue suprimido. Apartado.
Y estos gobernadores adecos, ahora miembros del totalitarismo, ya no podrían hacer sino simular disidencia. Se convirtieron en figurines a cambio de las limosnas que pudiese soltar el sistema. Tratarían de engañar, para justificar su indignidad, con el argumento de que habían logrado infiltrarse. Combatir desde su tribuna para preservar su parcela. Patrañas al final. De incomodar —de realmente combatir— solo serían suprimidos.
Ahora todos los procesos electorales en Venezuela serían como el de las regionales: el ministerio de Elecciones de la dictadura (Consejo Nacional Electoral) determinaría a quién le convendría adjudicar el triunfo, con qué números, y siempre con la condición de la pleitesía ante la Constituyente. Por ello es que, incluso habiendo «ganado» Henri Falcón en las últimas falsas elecciones, hubiera tenido que agachar la cabeza, adherirse al sistema, y correr el riesgo de que eventualmente ni le llegaran a permitir la entrada a Miraflores.
Comprender todo esto —es decir, el funcionamiento de un régimen totalitario— es esencial para saber, también, que el quiebre del totalitarismo chavista es inminente.
Para su imprescindible obra, Los orígenes del totalitarismo —texto que sería casi un tratado sobre el sistema—, Hannah Arendt describe verticalmente las características de estos modelos. Explica bien que se trata de la perfección última del sistema autoritario. De cómo es un sistema de masas, colectivista, cuyo único fin es lograr la supresión de todos los ciudadanos e individuos y la dominación de cada aspecto de la vida pública. Es un régimen que anda en constante movimiento y que es casi imbatible desde el punto de vista de la oposición política.
Para su magnum opus, Arendt utiliza los dos grandes ejemplos clásicos de sistemas totalitarios en el mundo: el régimen del Tercer Reich en Alemania y el stalinismo en la Unión Soviética. El primero, uno de los más perfectos totalitarismos de la historia. Una verdadera potencia imperial. Económica y militar. El segundo, el de Joseph Stalin, un peligroso régimen que carcomió todas las parcelas de poder y degradó la cualidad de todos los individuos.
Pero lo que concierne de estos ejemplos no es cómo se desarrollaron, sino cómo se desplomaron. Es lo fundamental para forzar semejanzas con el totalitarismo chavista y poder especular con sensatez.
El régimen nazi, un perfecto sistema totalitario e imperial, halló su fin cuando otras potencias extranjeras decidieron acabar con los delirios de Adolf Hitler. El ímpetu económico y militar del nazismo logró imponer un estado de control general que impedía cualquier rastro de estorbo interno. Fue necesaria la fuerza bélica de los aliados para terminar con el dramático episodio del Tercer Reich.
Con Stalin nadie pudo y, solo después de su muerte, el régimen totalitario se degradó. Fue un proceso gradual de un sistema insostenible que terminó exigiendo reformas. El paraíso socialista soviético forzó a sus gentes a padecer hambrunas, escasez y todas las calamidades inherentes al comunismo. Hubo momentos de tensión que amenazaron la criminal estabilidad de la Unión Soviética. Pero finalmente fue la inviabilidad de un modelo y la presión de vecinos prósperos lo que derivó en el quebrantamiento.
Son muestras algo reducidas de cómo fue el desplome de dos sistemas totalitarios clásicos. En la historia, bien es cierto, ha habido otros totalitarismos letales y aún existentes como el de Corea del Norte o el de Castro en Cuba. Pero esos regímenes «estables» y «consolidados» no corresponden con la realidad venezolana ni permiten ilustrar sobre el colapso apremiante del chavismo.
La amenaza de la fuerza externa es latente. No —todavía— desde el punto de vista militar; pero sí desde el económico y político. Y el régimen de Nicolás Maduro, con militares famélicos que se bandean entre la deserción y el contrabando, no es ni una potencia militar ni un prototipo de prosperidad. Frente a las naciones que han asumido una postura firme ante las arbitrariedades, Maduro no es nadie. Su régimen no es nada.
Se cree respaldado. Como si sus únicos supuestos aliados fueran capaces de poner hasta el pecho para obstaculizar las «agresiones» de grandes países de Occidente. Como si Venezuela, un país en ruinas, valiera la pena como para generar un conflicto global.
Son muchos los países del mundo empecinados en que se logre un cambio de régimen en la nación caribeña. Todo un concierto de naciones dirigidas por el osado Donald Trump. Maduro perjudica los intereses de la región y por ello surgen, entonces, otros intereses.
En lo interno el sistema enfrenta una inestabilidad que la imposición del totalitarismo no le ha permitido dominar. Más insostenible que lo que padecieron otros modelos ya acabados. Maduro debe ver la cara, todos los días, a la presencia enérgica de una catastrófica crisis humanitaria, del caos económico, de la anomia en ciertos sectores provocada por bandas, mafias y narcotráfico; y de una disidencia activa —quizá la existencia aún de esta última se explique gracias a la forma en cómo se desarrolló el totalitarismo en Venezuela: un régimen democrático que se fue desfigurando hasta convertirse en lo que es ahora—.
Por ambos flancos puede colapsar el modelo y es inminente. La aparición del acontecimiento se mantiene como una amenaza latente. La fórmula de crisis interna, constituida por los elementos mencionados, genera un temporal inaguantable, incluso para el mundo castrense. Mientras, las fuerzas externas desafían también con agregar elementos a esa fórmula o con, finalmente, aplicar la fuerza necesaria para el quiebre.
“Estados Unidos está ‘movilizando a socios regionales afines’ para restaurar democracia en Venezuela, presionar a Maduro: secretario de Estado estadounidense Mike Pompeo”, publicó este miércoles 23 de mayo la agencia Reuters.
Se podría decir que no hay garantía de que una u otra cosa ocurra. Pero ante la realidad de un sistema absurdo e inestable, cuyo fin inexorable es el hundimiento, habría que pensar qué punto de la historia es este. Parece un momento álgido, y ello no corresponde a la mitad del proceso. Tampoco parece el inicio.