Todo iba muy bien hasta que se le salió la insensatez. Hasta el momento Donald Trump tenía el mérito de haber desactivado uno de los conflictos más longevos y peligrosos, sin haber lanzado una sola bomba.
Era su prioridad y la del mundo. Se entiende. Lo logró gracias a la intimidación y a la exhibición feroz de la fuerza. Demostrando que Kim Jong-un solo era un malcriado que necesitaba que le recordasen que existen “botones nucleares” más grandes que el de él.
Pero el estadounidense, quizá deslumbrado por el delirio de su gran triunfo, le atribuyó a Kim Jong-un cualidades de un demócrata. Dijo, en una entrevista para el medio ABC News que los norcoreanos aman a su dictador.
“Él va a estar feliz. Su país lo ama. Su gente, tú ves, el fervor. Ellos van a resolver todo y van a terminar con un país bastante fuerte. Un país cuya gente es tan trabajadora”, dijo Trump. El periodista, George Stephanopoulos, rebatió sus palabras: “Tú dices que su gente lo ama, pero hace unos meses lo acusaste de mantener un régimen hambreador”.
“Kim es un dictador brutal. Rige un Estado policial. Hambre, campos de concentración, ha asesinado miembros de su misma familia, ¿cómo confiar en un asesino así?”, preguntó Stephanopoulos. Trump, dijo: “Estoy haciendo lo que puedo. Esto es lo que tenemos y aquí es donde estamos. Y solo puedo decirte desde mi experiencia: lo conocí, hablé con él y creo que él quiere hacer un gran trabajo para Corea del Norte”.
Donald Trump acaba de salir de la Cumbre de Singapur. El logro es histórico. Es el primer gran acercamiento entre el régimen peligroso y totalitario de Corea del Norte con la mayor potencia occidental.
“Ordenó la ejecución de su tío y el asesinato de su medio hermano. Gastó millones de dólares para desarrollar y probar una bomba de hidrógeno y misiles balísticos intercontinentales mientras su pueblo enfrentaba grave escasez de alimentos. Intercambió amenazas de aniquilación nuclear con el presidente estadounidense, Donald Trump, y dijo que este era un ‘anciano senil estadounidense con un trastorno mental’. Pero eso fue el año pasado”, se lee en un artículo en The New York Times escrito por el corresponsal Choe Sang-Hun.
No es el momento de replantear hostilidades. Y la prioridad de Estados Unidos y el mundo debe ser, por ahora, el fin de un peligroso conflicto que, en su punto más álgido puso a las naciones en una tensión que quizá no sentían desde la crisis de los misiles en Cuba de otoño de 1962.
Pero mentir, para brindar al brutal dictador una apariencia más afable, es, por lo menos, intolerable.
Under the Sun, del ruso Vitaly Mansky, y The Propaganda Game, del español Álvaro Longoria, son dos brillantes documentales que sirven muy bien para entender el carácter totalitario del régimen comunista de Kim Jong-un.
De ambos se concluye que el de norcorea es la perfección de lo que la pensadora Hannah Arendt describe en su gran obra, Los orígenes del totalitarismo. Una máquina de terror implacable, capaz de controlar cada espacio de la vida de los individuos. Una aplanadora de personas y voluntades. De ciudadanos. Fabricadora de un eficiente y dócil colectivo.
Los pocos disidentes, quienes han podido escapar del totalitarismo, describen el horror que se vive dentro de las fronteras del país asiático. Persecuciones, campos de concentración, ejecuciones públicas y la generalización del terror. Estos valientes, que han logrado ofrecer sus valiosos testimonios, también han tenido que pagar un altísimo precio: la sangre o el maltrato de sus familiares.
Con la periodista Greta Van Susteren, de Voice of America, Trump se explayó en loas al dictador. Dijo: “[Kim] tiene una gran personalidad. Es gracioso, es inteligente, es un gran negociador. Ama a su gente y no es que me sorprenda eso”.
Si en Corea del Norte hay expresiones de afecto hacia el dictador, es porque lo contrario supondría un suplicio largo e indeseable. La disidencia bajo el régimen Kim se paga con cárcel, con trabajo forzoso o con la muerte. De ahí es que verá que en los trabajos de Mansky o Longoria, cada familia debe invertir toda su voluntad en la adoración constante a la jerarquía del régimen. Cada hogar, escuela o espacio público debe ser, al mismo tiempo, un espacio de devoción al dictador delirante.
El problema es que Trump sabe esto, pero parece olvidarlo en medio del desvarío por la histórica Cumbre. Por ello empuña estas terribles palabras. Repugnantes. Iba todo muy bien, pero se extiende en elogios a quien rige el más perfecto totalitarismo esclavista del siglo XXI. Bien pudo no haber dicho nada. O bien pudo haber disertado únicamente sobre la buena voluntad del dictador y sus modales suizos.